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FRANCIA 98

El peso de la historia hunde a Italia

Francia se impone a los de Maldini en el lanzamiento de penaltis

Carlos Arribas

Se dirigió Luigi di Biagio al punto de penalti como el desgraciado que ha sacado la pajita más corta, con todo el peso de la historia en su contra. Llegó, cerró los ojos, y en caso de duda, dura. Soltó un pepinazo sin querer verlo. Chocó el balón contra el larguero y volvió al campo. No había más oportunidad. Italia se había condenado a perder donde nunca había ganado. Italia nunca ha superado una eliminatoria en los Mundiales en el lanzamiento de penaltis. Perdió así la final del 94 (ante Brasil), perdió así la semifinal del 90 (ante Argentina), perdió así ayer, en cuartos. Francia, el equipo con alma italiana, sigue adelante. El partido y la prórroga habían acabado 0-0. Es la historia italiana, la de los penaltis y la del 0-0. Una vía muerta.Optimista y generoso, Zidane. Había anunciado el 10 más 10 que el resultado sería 1-0. Hasta el marcador que señala la victoria más rácana se lo negaron los entrenadores a los aficionados. Convirtieron las líneas en borrones, los dibujos en brochazos, la luz en oscuridad. De Cesare Maldini, el hombre de las esencias, el conservador de la tradición, no se esperaba otra cosa. De Aimé Jacquet, el hombre ciencia, el que quiere modernizar a Francia desde una tradición de juego claro, no. Ambos tenían la solución. La robaron y la escondieron en el banquillo. La sacaron al campo ya tarde, cuando el partido estaba lanzado hacia la prórroga, alegraron la vista un poco, pero no determinaron. Jacquet cometió el pecado del miedo a perder en su casa, le pudo el complejo y decidió ser más papista que el Papa: forza Italia. Dejó de entrada en el banquillo a su pareja excitante, a los jóvenes llenos de ganas, de mostrarse, de romper esquemas. Henry y Trezeguet se quedaron en la banda. Karembeu, un tercer medio defensivo (una idea abandonada por Jacquet hace meses) y Guivarc"h, un delantero a la antigua usanza (de ésos que siempre que reciben el balón no están en condiciones de remate), ocuparon su sitio. Por parte de Maldini, lo anunciado casi desde diciembre, desde el día en que el sorteo hizo prever estos cuartos: defensa, defensa, defensa. Y un perro de presa, Pessotto, para echar arena en los engranajes aceitados de la máquina francesa. Esto es, no dejarle tocarla a Zidane. Y lo visto desde hace un par de semanas: confianza al descentrado Del Piero (otro joven lanzado que fracasa en el Mundial) y castigo a Roberto Baggio, el hombre de las grandes ocasiones.

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Los jugadores franceses cometieron otro pecado, pero disculpable, el del ansia. Todos quisieron ser los protagonistas. Barthez, que jugó mucho tiempo en el círculo central, quiso marcar la diferencia con sus pases largos; Desailly, subiendo con el balón y rompiendo la igualdad de fuerzas en el centro, Blanc, lo mismo; Guivarc"h, yéndose a por pelotas al extremo; Karembeu, que quiso un rato ser organizador y lanzaba pases a jugadores en fuera de juego. El impulso duró 15 minutos. El tiempo que tardaron los italianos en imponer su máxima: cualquier gesto de atrevimiento, de salirse del guión que ha dictado que esto es un partido táctico, sin florituras, será considerado inútil y, por tanto, peligroso. Zidane, sí, Zizou, la nueva divisa francesa, tenía permiso para saltarse la ley. Acabó con Pessotto usando toda su gama de juego: regate, toque, pase largo, pase corto, siempre al hueco, siempre con sentido. Para nada. Aquello no eran más que cosquillas. ¿Cómo iba a desestabilizar aquello a los Cannavaro, Costacurta, Bergomi y Maldini. Zizou, por lo menos, demostró que se les pueden tirar paredes a los italianos. Y también Deschamps y Djorkaeff. Rompieron un par de veces para encontrarse con que Vieri, el rematador por excelencia, jugaba en el otro bando.

Vieri, el pistolero, sufría y trabajaba. Sólo atendían sus súplicas Moriero, uno con un poco de libertad por la banda, y Del Piero, el que debía cumplir con su obligación. La línea de Di Biagio, el hombre revelación de la squadra azzurra, el del empuje y la velocidad, y el de los pases en profundidad, no funcionó. Estaba anotado en el cuaderno negro de Jacquet que había que cortarla. Y cuando el delantero del Atlético (cinco goles en cuatro partidos) recibió algún balón, ya estaban acogotándole el implacable Desailly, el limpio Blanc, el tremendo Thuram. Mediaba el segundo tiempo cuando pareció que Jacquet se había vuelto loco. Golpe de efecto: Henry y Trezeguet, los deseados, salieron a la vez. Fueron cinco minutos inexplicables, de magia. Zidane, que se había diluido, que había mostrado un miedo imperdonable a quedarse solo delante del portero (en una jugada, fingió una falta de Bergomi después de haberlo superado; en otra, prefirió quitarse el balón de encima y dárselo a Thuram) empezó a disfrutar con las correrías de los jóvenes como un abuelo con su nieto. Hueco por aquí, hueco por allá, carrera, remate. Los vecchios, los Maldini, Bergomi y compañía, alucinando. El centro del campo, desbordado. ¿Quién era, Paraguay o Italia, quien así se defendía, como gato panza arriba? Pero, como el oasis en el desierto, espejismo. En cinco minutos los defensas rehicieron las marcas, en cinco minutos los chavales se habían vuelto locos de sed, sólo querían entrar por el centro.

El partido estaba condenado. Tan condenado como lo sintió Roberto Baggio. Disfrutó de 53 minutos, rompió a la defensa francesa, hizo la mejor jugada del partido (combinación con Albertini y remate en volea). Habría sido justo que él hubiera triunfado marcando ese gol de oro. Habría sido injusto que Italia hubiera triunfado. Mejor está en la vía muerta.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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