Los esquiroles del Mayo francésPAU RIBA
Durante los sucesos de Mayo del 68 yo no estaba en París. Tenía 20 años, era joven, rebelde, incomprendido, y sin embargo no estaba en París (como, si hay que hacer caso a las declaraciones actuales, el 99% de los jóvenes de mi generación). ¿Significa esto que me encontraba solo, despistado, vagabundeando por una Barcelona vacía, gris, abandonada por la juventud y únicamente animada por niños y ancianos? Pues no. Por aquel entonces servidor militaba en el Grup de Folk, un activismo que, de manera directa o indirecta, a la pro o a la contra, nos relacionaba con la mayoría de grupos, grupitos y grupúsculos juveniles, fueran universitarios, trabajadores o ácratas (la dictadura no chocheaba aún) y puedo asegurar que nuestra hiperactividad no constituía excepción alguna dentro de la efervescencia general. Es más: a finales de mayo montamos el primer gran festival que se celebró al aire libre -las Nou hores de Folk al Parc de la Ciutadella- y la pura realidad es que en tanto que cuatro o cinco barceloneses (contados -los conocíamos, nos conocíamos todos-) estaban en París ayudando a levantar barricadas o buscando playas bajo los adoquines, la inmensa mayoría se encontraba aquí cantando y bailando frente a un amenazante cordón de grises farrucos e impertérritos que se jiñaron dos mil veces en nuestras madres porque, esperando una provocación que no llegó, tuvieron que comerse el marrón y aguantar nueve horas de pie o a caballo, sin poder cagar, sin poder cargar, menos aún bailar... y jodiéndose como Dios manda. Examinemos la cuestión: ¿por qué tanta gente desea ahora haber estado allí mientras que ya casi nadie quiere acordarse de haber estado aquí? Vale que aquello fue muy emotivo, muy romántico, una historia apasionante incluso para los que no la vivimos en directo aunque por supuesto la estuvimos siguiendo con el corazón en la boca y un gran fuego en el alma -en el fragor de la batalla, ante la proximidad de los hechos y la nula perspectiva, lo que prevalece es la lectura rápida y apasionada-. Pero nos encontramos a 30 años vista (que son años luz) y la simple perspectiva histórica, por no decir reflexión pausada o frío análisis, debería haber dejado ya más que suficientemente claro que aquello no fue nada de lo que uno pueda mínimamente enorgullecerse: ultra el folclor y los tenderetes intelectuales, ultra la bravuconería, siempre resultona -aunque inútil-, de enfrentarse a gritos a una autoridad muy superior en respuesta para luego salir corriendo, lo que queda de todo aquello no solamente se resume en la palabra fracaso, sino que además encaja perfectamente con la idea de traición. Alta traición. Infumable traición. Lo de París fue una vergüenza... y una jugarreta. Una trampa, tendida adrede para terminar con el pulso gracias al cual la juventud estaba consiguiendo mantener contra las cuerdas a los gobiernos de gran parte del mundo. Una trampa en la que los jóvenes franceses -y francófilos (los franceses, ya se sabe, son expertos en revoluciones y tienen muy asumido ese papel)- cayeron de cuatro patas sin siquiera darse cuenta de que estaban siendo llevados al huerto y utilizados para romper la estrategia que hacía posible sostener el enfrentamiento. ¿Enfrentamiento? Sí: ¿recuerdan ese cuento de las Crónicas marcianas en el que Bradbury hace que todos los negros construyan cohetes y se vayan a Marte de golpe y porrazo, dejando a los blancos compuestos y sin esclavos...? Pues lo mismo: durante los años sesenta, los jóvenes se van de casa; abandonan la sociedad establecida y se esfuerzan en crear una cultura propia, una contracultura. Desairados, sintiéndose ridículos como novias abandonadas, los gobiernos se ven así enfrentados a la perspectiva de una sociedad sin recambio generacional, sin futura mano de obra y ¿cómo reaccionan? De la única forma que saben: atacando, declarando la guerra a los prófugos. ¿Cómo responden éstos? Aplicando la sabia estrategia de la "no confrontación" -un ardid inspirado en Gandhi y en la lucha sindical de brazos caídos- y oponiendo pasividad e indefensión a la violencia. Eso lo trastoca todo: al no poder mover policía ni ejército so pena de masacrar a sus propias progenies, los gobiernos -viriles, militaristas, autoritarios- se bloquean y se frustran. El pulso está servido. La juventud va ganando. ¿Qué podían hacer? (Ellos, los gobiernos). ¡Un Mayo del 68! Algún especialista en revoluciones les ha vendido la idea. Los topos se ponen en marcha e intoxican los campus. En un abrir y cerrar de ojos he aquí cómo los fanfarrones estudiantes franceses -y no franceses (los estudiantes siempre son los últimos en comprender las cosas)- ejercen de esquiroles voluntarios, aunque sin saberlo, y abortan la sabia estrategia: barricadas, adoquines... Es todo lo que De Gaulle, militar por más señas, necesita para movilizar al ejército. La juventud pierde. ¿Ingenuidad...? ¿Estupidez...? En todo caso, la misma que siguen destilando la mayoría de análisis. ¿Sabotaje...? ¿Traición...? Sí. También. Y pésimo sabor de boca. Ante el folclorismo nefasto del Mayo francés me quedo con el folk de aquí. (Por cierto: la mayoría de los que en el año 1968 actuamos en el parque de la Ciutadella vamos a cumplir 50 años. Para celebrarlo, haremos un remake en Sant Esteve de Palautordera el 11 de julio).
Pau Riba es músico y escritor.
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