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Eurodespertar

La integración europea ha sido y es horizonte de la España democrática; de su política exterior y, aún más, de su política interior. Pero, además, durante los últimos veinte años, ha funcionado como una grata y benéfica ensoñación. Durante la transición y las legislaturas inmediatamente posteriores no fue sólo una meta, generalmente compartida, sino que tuvo mucho de mito salvífico: la integración significaba estabilidad y resolvía los problemas. Era la otra cara de la Constitución.Después, desde el 86 en adelante, "más Europa" -desde el Acta Única hasta la última presidencia española- significó mayor protagonismo internacional y fondos pingües. A partir de 1996, la carrera triunfal hacia la Unión Monetaria ha supuesto el resorte para sanear nuestra economía y, a la vez, el aval de corrección política que necesitaba el Partido Popular.

Durante dos décadas, la integración ha servido de resorte para modernizar la economía y serenar la política. Así, sirvió de pretexto para que la izquierda se hiciera atlantista y liberal, la derecha dejara de ser populista, los nacionalistas renunciaran a la estatalidad, todos se sintieran más seguros y la austeridad se convirtiera en virtud.

Pero el imperativo de "más Europa" tiene sus exigencias y, a la vez, sus limitaciones. Las primeras, porque, a la altura en que estamos, conseguido el mercado único y emplazados a la moneda única, el siguiente paso, si ha de darse, no puede ser sino profederal. Sólo una Unión Europea federal en todo salvo, tal vez, en la cultura -no como factor de identidad, sino reducida a objeto de museo- puede superar su déficit democrático, mantener en su interior la cohesión social y territorial mediante un esfuerzo de solidaridad y desplegar hacia el exterior su poder.

Pero todo ello exige fortalecer las instancias supranacionales y regionales en perjuicio de la estatales y substituir, los actuales cuerpos políticos estatales, por otros emergentes, como las regiones y aun imaginarios, como el propio pueblo europeo. En efecto, sólo un cuerpo político europeo consciente de sí mismo puede ser plenamente solidario. ¿Por qué, si no, alemanes, suecos y holandeses van a pagar más en pro de los extremeños? ¿Por qué arriesgarse a una seguridad común?

Pero esta vía tiene, también, sus limitaciones, porque no existe tal cuerpo político emergente, ni los Estados tienen voluntad alguna de renunciar a su papel rector. Así se pone de manifiesto, cada vez más, en el rechazo a una reforma institucional federalizante, a la imposibilidad de una política exterior y de seguridad común y, muy especialmente, a una mayor solidaridad interterritorial. Las tendencias renacionalizadoras de la reciente iniciativa anglo-franco-alemana, que las próximas elecciones, en diferentes países, no harán sino acentuar, es síntesis de todo ello.

Los diferentes gobiernos españoles de los últimos veinte años han podido, con habilidad y fortuna mayor unos que otros, obviar la opción y obtener beneficios. Confluían así la promoción del interés nacional con la "unión cada vez más estrecha". Pero se apunta ya la hora de la verdad. No es posible reclamar más cohesión social y solidaridad económica, sin federalizar con perjuicio del propio protagonismo estatal e incluso del propio interés nacional.

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Pero aunque el Gobierno español de turno resolviese tamaña contradicción, la opción está en otras manos. Los países europeos que más han obtenido y obtienen del mercado único, por ejemplo, pero no sólo, Alemania, nada tienen que ganar pagando más en proporción a su mayor riqueza y abdicando de su mayor autonomía política que, retórica aparte, cada vez valoran más. Pasando de la Europa-mercado a la Europa-potencia.

El ensueño ha sido durante veinte años reparador y aun liberador. Ahora es preciso despertar en Europa. Algo tan saludable y, a la vez, tan duro como cualquier mañana.

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