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Tribuna
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España

Mientras la orquesta interpretaba la Inacabada de Bruckner yo llegaba al tapón de Europa en dirección a Borriana resignado. Inusualmente Sagunto era ahora un paso franco; como si la realidad le hubiese vuelto la espalda a la caída de la tarde de un viernes apto como siempre para diásporas a medida de nuestra clase media capitalina. Y, por eso, cruzar la inhóspita calle / carretera saguntina fue coser y cantar, algo que ya no recordaba. De entrada no era un hecho alarmante, sólo sorprendente. Tantos años sorteando camiones por el carril de la izquierda para entrar al límite en el bueno quedaban vapuleados esa tarde de autos. Entre Sagunt y Almenara se espació tanto el tráfico que me sentía incómodo, progresivamente solo, como si más allá un pavoroso accidente hubiese bloqueado el Camí Real, o como aquella vez que se escapó un toro en Nules, y Borriana se quedó tan desierta como en el 39, la víspera de entrar los nacionales en el pueblo. Recordé cuando circulando en coche a altas horas de la madrugada un infausto día del mes de agosto de 1986 por el túnel que discurre bajo la panza del Mont Blanc, camino de Suiza, no me crucé con ningún coche y llegué a pensar que quizás me encontraba solo en el mundo. La gravedad de las notas del segundo movimiento de la sinfonía de Bruckner acentuaba mi desamparo. Más allá de Almenara, sólo dos viejos en la barandilla de un puente mirando hacia ninguna parte. En algún lugar entre naranjos, breves siluetas con prisas. Podría haber circulado por la izquierda, como en Inglaterra, y no habría tenido la menor sensación de delito. Y cuando el famoso adagio de la Inacabada delataba quizás por qué Bruckner no quiso o no pudo concluir la sinfonía (algunos aseguran que después de aquello ya no podía escribirse nada mejor), me encontré definitivamente solo entre mis paisajes de siempre. Perfumes y recuerdos, lugares y hechos, me vino a la memoria la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por volver su cabeza para mirar, y cuando en mi primer viaje en autobús a Valencia, ya estudiante universitario, me volví para ver el esbelto perfil del campanario de mi pueblo y decirle escuetamente lo siento. Los silencios de sepulcro, el desierto de las calles, el enmudecimiento de los motores no eran aquellos de la noche del 23-F, truncados bajo mi balcón por los chirridos del maldito tanque que le tocó al barrio; como supe después, esto era otra manera de tomarse la patria a pecho; por fortuna, menos peligrosa. España, dijo el primer humano con quien me crucé, está haciendo el ridículo ante un equipo de chicha y nabo en el mundial de fútbol. España, dijo. Le habían quitado el honor y herido el orgullo. A él, y, por lo sólo que me vi en la carretera, también a un puñado de cientos de miles de valencianos, tristes y cariacontecidos, irremediablemente implicados en la suerte de un equipo de fútbol. La noche del pasado viernes hice cuentas una vez más a propósito de qué nación lloran y celebran mis conciudadanos, y sólo hallé un consuelo a tanta evidencia: preferir a Bruckner, sin duda, seguro que permite aceptar sin histeria lo que le ocurra hoy en Francia a la selección nacional de fútbol de los españoles.

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