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La doble moral del voluntariado

IMANOL ZUBERO El voluntariado está de moda. En un momento histórico caracterizado por la crisis de las organizaciones sociopolíticas tradicionales, por el auge del individualismo, por la desafección democrática, la participación en organizaciones voluntarias parece haberse convertido en tabla de salvación para una sociedad que descubre alarmada, justo en la mañana en que celebra su cumpleaños como joven democracia, que el espejo ante el que se contempla devuelve una imagen ajada por la corrupción, la exclusión y la desesperanza. Pero, afortunadamente, está sociedad puede presumir del vigor de su voluntariado. Cientos de organizaciones registradas, miles de profesionales sin fronteras, docenas de proyectos en curso, diálogo entre instituciones y sociedad civil... Cada vez más participación voluntaria en sociedades cada vez más individualistas Hasta tal punto está llegando la normalización del voluntariado, que se hacen leyes sobe el mismo: ser voluntario, ser voluntaria, empieza a considerarse algo natural. Esta misma normalización debería ponernos en guardia: ¿de verdad es tan natural ser voluntario?, ¿de verdad puede estar tan satisfecha nuestra sociedad -una sociedad construida sobre y gracias a los valores de la violencia, la competitividad, el individualismo, el tener y el acumular-? Ciertamente no. Por eso, que una sociedad como la nuestra alabe el compromiso voluntario es indicador de que tal compromiso es compatible con los objetivos culturales y políticos dominantes. De esta forma se produce un fenómeno de dualización moral. Se mantienen dos lógicas, dos discursos, una doble moral: por un lado, la lógica de la rentabilidad, del cálculo, de la eficacia; por otro la lógica de la solidaridad, la gratuidad. En la práctica, se acaba por caer en una esquizofrenia social, indiferente al hecho de que pretende resolver en los ratos libres los males que se producen en los ratos ocupados. El voluntariado pierde así toda capacidad transformadora, viéndose reducido a un voluntariado olímpico que recauda fondos mediante la organización de tele-maratones. Todo, como podemos ver, muy griego, perfectamente funcional para una sociedad que ha vuelto al viejo modelo de la ciudadanía para los pocos sustentada por la exclusión de los muchos. Sin embargo, no sería razonable tirar al niño del voluntariado junto con el agua sucia de sus ambigüedades. El voluntariado ofrece posibilidades para el compromiso fraterno y solidario. Paul Virilio dice que "el hecho de estar más cerca del que está lejos, que del que se encuentra al lado de uno es un fenómeno de disolución política de la especie humana". El voluntariado, ese voluntariado que a menudo se adjetiva de social, es la mejor vacuna contra ese fenómeno de disolución, pues nos recuerda que la intervención social puede empezar en nuestra escalera, en nuestro barrio, en nuestra ciudad. Que en nuestro entorno más cercano existen víctimas provocadas por nuestro sistema de vida y de producción. Voluntariado es toda aquella práctica de solidaridad integrada incondicionalmente en nuestra vida. Es una solidaridad inmediata, que nos permite rasgar el velo de invisibilidad que acompaña a las grandes cifras para mirar cara a cara a la demanda de nuestra ayuda. "No se puede decidir ser virtuoso a partir de la semana próxima o dentro de un mes", escribe Francesco Alberoni. "La virtud requiere aplicación inmediata". Sin contradicciones, sin caer en esa disculpa hipócrita del "para qué el 0"7 para el Tercer mundo con toda la pobreza que tenemos aquí" (pues quien no es solidario con el allí tampoco suele serlo con el aquí), la aportación más específica del voluntariado tiene que ver con ese descubrimiento de la urgencia de nuestra intervención voluntaria. Es una intervención cuya responsabilidad no podemos transferir, pues si no nos detenemos y prestamos ayuda, si dejamos atrás a la víctima concreta que nos la demanda, junto con ella dejamos atrás nuestra propia humanidad.

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