Entonces y ahora
DÍAS EXTRAÑOSEl pasado jueves fui víctima de un ataque de demencia senil y a punto estuve de ir al concierto de Kraftwerk, ese grupo alemán de música electrónica que tan bien me lo hizo pasar en mi juventud con los álbumes Radioactivity, Trans Europe Express y The man machine. En el último momento me acordé del abuelo de una amiga mía, quien en sus últimos años se escapaba de casa, se plantaba en El Molino e, instalado en la fila de los figueros, contemplaba lúbricamente a unas coristas a las que difícilmente podría complacer en el improbable caso de que se le pusieran a tiro (eran los tiempos previos a la invención del Viagra), y eso me sirvió para volver en mí y quedarme en casa viendo Expediente X. Antes de irme a dormir, eso sí, puse en mi tocadiscos la canción Ohm, sweet ohm y recordé el agradable concierto de Kraftwerk en Barcelona hace más de 10 años, cuando Ralf Hutter y Florian Schneider aún publicaban discos y todavía quedaban indocumentados que les consideraban unos fascistas de estética filonazi que veían en las discotecas los nuevos campos de concentración. ¿Me compraré el nuevo disco de Kraftwerk, si se publica antes de que me muera? Lo dudo, más que nada porque me resulta imposible sentir por la música pop el entusiasmo que sentí hace años, cuando la consideraba una forma de vida, todo lo extraña que ustedes quieran, pero muy divertida. Me parece muy bien que los señores Hutter y Schneider sigan siendo los mismos de siempre, pero yo, para según qué cosas, soy otro. Encuentro muy respetable que sigan encerrados en los estudios Kling Klang de Düsseldorf experimentando con sus máquinas, pero cuando observo que prefiero escuchar a Schubert en vez de su canción Franz Schubert deduzco que el tiempo ha pasado y que cada día me resulta más difícil seguir el consejo que le daban a Fernando Fernán Gómez en Esa pareja feliz: "A la felicidad por la electrónica". Afortunadamente para los rockeros preseniles como quien esto firma, Kraftwerk trabaja en silencio y con seriedad, y no se lanza a la carretera cada dos por tres. Así se libran, supongo, del espectáculo humorístico que están dando, por ejemplo, los Rolling Stones. Conste que les tengo cariño y que a veces escucho mi rayada copia de Aftermath con lágrimas en los ojos, pero cada vez que les veo disfrazados de adolescente y dando saltos me invade una pena muy grande. Fíjense, si no, en la catastrófica gira que están protagonizando ahora mismo. Primero, Keith Richards se cae de una escalera en su biblioteca mientras buscaba un libro (probablemente los ejemplares encuadernados de la revista Martha Stewart"s Living). Luego, Mick Jagger contrae una laringitis que le impide cantar en público. ¿Cuál será la próxima noticia?: ¿Ronnie Wood sufre un ataque de gota? Desprenden los Stones una sensación de déjà vu tremenda. ¿Para qué querría Keith Richard las 300 toallas que pidió la otra noche en un hotel de Bilbao? Imagino a Charlie Watts, el único del grupo que conserva la lucidez, preguntándoselo y a Keith respondiéndole que es lo que ha hecho toda la vida, y que en eso consiste el rock and roll, tío, en tocar las narices a los empleados de los hoteles. Quiero creer que, por el bien de la banda, un día Charlie Watts dejará de tocar la batería en mitad de Satisfaction. El noble anciano, después de mirar al público, que tiene la edad de sus nietos, se levantará y abandonará el escenario. Luego echará a andar por las calles de la ciudad de turno, esquivando a los coches hasta que la policía le detenga y le pregunte qué demonios le pasa. En ese momento, Charlie Watts, con la mirada perdida, responderá: "Quiero irme a casa". Cuando eso suceda, Jagger y Richards deberían disolver el grupo. Pero lo más probable es que le sustituyan por un jovenzuelo ambicioso y emprendan una nueva gira. Y como todo hay que mirarlo por el lado bueno, la ausencia de Watts les permitirá quedarse con su parte de las 300 toallas... "Nunca harás un santo de mí", canta Jagger en el último sencillo de la banda. Ni un jubilado digno, añado yo.
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