Exámenes
Era el mes fatídico para los estudiantes, el de recolección de calabazas, la diferencia entre el veraneo feliz y confiado y la sentencia de tres meses y un día propinada a los que quedan para septiembre. Hablo de los tiempos en que la enseñanza secundaria no era obligatoria -la primaria, en teoría-, aunque apenas elitista, en el trámite anual de los exámenes. Por circunstancias personales hice mi bachillerato en las tres modalidades entonces -años treinta- posibles: por libre, en un colegio bastante selecto y en los institutos recreados durante la II República. El sistema, consideradas las dos primeras fórmulas, consistía en que el alumno, solo o en compañía de otros condiscípulos, comparecía ante unos brumosos y terroríficos tribunales, en días predeterminados del mes de junio, donde demostrar una capacidad, especialmente memorística, a los señores que lo componían. En una mañana la prueba podía repetirse dos o tres veces, sin más ayuda que la de Dios y el fundado temor a verse justa o injustamente cateado.La lejanía de los sucesos impide describirlos con ecuanimidad. Ni siquiera guardo memoria nítida de las dimensiones de aquella ordalía primaveral con la que finalizaban los periodos lectivos. En nuestros días resulta difícil imaginar a niños -pocas niñas, entonces-, muchachos y muchachas entregados al espantable brazo secular de los examinadores. El sacrificio, en el Madrid de la época, tenía como escenario dos únicos ámbitos reconocidos: los institutos de San Isidro y del Cardenal Cisneros, uno en las cercanías de la basílica del patrono de la ciudad y otro en el costado de la Universidad Central que en tan remotas y coherentes épocas se llamaba así porque era una, única en el distrito. Lo inhumano del asunto consistía en el abandono del escolar ante un desconocido sanedrín omnipotente, del que dependía el futuro inmediato de las vacaciones.
Con el programa entre las temblorosas manos, el examinado era desdeñosamente invitado a escoger entre tres bolitas, de las que salía el tema que iba a constituir la piedra de toque de sus teóricos conocimientos en la materia. La mitad de los exámenes era escrita, la otra oral, salvo peculiaridades irrelevantes. Con la boca seca, un sudor frío recorriendo la espina dorsal y la sensación de enfrentarse con el más perverso e inevitable de los castigos, el chico -o la chica- intenta articular los sonidos indispensables que se esperan de él. Con gran frecuencia, el catedrático exigía atronadoramente: "Hable usted más alto, no le entiendo". El tratamiento empeoraba las cosas, pues solía asociarse con las dificultades en la relación paternofilial: "Cuando mi padre me habla de usted, es que ha habido bronca o es que la va a haber".
Una serie de consideraciones acompañaban el destino de la juventud estudiosa: "La letra con sangre entra", "Quien bien te quiere te hará llorar", que constituían, más bien, la coartada de los adultos para descargar lo más pesado de las responsabilidades sobre los débiles hombros infantiles. A estas alturas no me atrevo a calificar de mala o inadecuada la fórmula de la memoria como fundamento cultural. Si la mente pueril es una página en blanco, algo habrá que escribir en ella con caracteres perdurables para que forme el estrato conveniente y duradero. En la rama de ciencias, al menos, las nociones matemáticas no permiten alternativa discursiva: dos y dos son cuatro y resulta mucho más económico aceptarlo que interpretarlo. A estas alturas creo que podría enumerar la lista de los reyes godos, con un error de más-menos el 3% que ya querrían las encuestas del CIS. Igualmente me ocurre con los insectos, desde los apterigógenos hasta los lepidópteros. Confieso que no me ha servido absolutamente para nada el imperecedero recuerdo de ambas peculiaridades, aunque tampoco estorbaron el desarrollo de mi vida privada.
Creo que lo que se entiende por cultura, tómese como apreciación frívola, sea un revoltijo de conocimientos adquiridos, tatuados en la memoria, y cierta capacidad para relacionarlos con cualquier tipo de circunstancia. Me alineo con los partidarios del examen y el aprendizaje memorístico, porque creo que es algo posible, todavía, de ser impuesto al estudiante. Después, cuando crecen, no se dejan.
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