Naturaleza
Confieso que no tengo una especial predilección por la naturaleza, no podría definirme exactamente como un representante de los valores ecologistas, tal y como flotan en las buenas intenciones sociales de nuestro final de siglo. Me gusta la ciudad, estoy acostumbrado a levantar la mano para llamar a un taxi y recibo más compañía emocional de los bares nocturnos que de los pájaros, aunque sólo sea porque me ayudan a conseguir tabaco a las dos de la mañana. He intentado dejar de fumar algunas veces, pero siempre acaban poniéndome muy nervioso los militantes del antitabaquismo, hasta el punto de que vuelvo a caer en las garras del paquete de Marlboro. Respecto a los animales, me molesta la crueldad, la suya y la nuestra, pero me dejan frío las entrañables vidas entregadas a su defensa. Decía Valle-Inclán que todos nos identificamos con nuestros semejantes y que los ingleses se oponen a la fiesta de los toros porque tienen alma de toro. No sé si será verdad, pero puesto a defender dignidades, me conmueven mucho más las fiestas nacionales que organizan algunos pueblos con los emigrantes africanos que las corridas de toros. Por sus denuncias contra el racismo de la costa almeriense, el Ayuntamiento de El Ejido quiere declarar persona non grata a Juan Goytisolo. La medida sería mucho más lógica si se refiriese a sus opiniones literarias y a sus novelas. La solidaridad antiracista es una de las pocas cosas simpáticas que tiene este escritor. Confieso que no me defino exactamente como un ecologista, pero estoy indignado por las catástrofes y las barbaridades que ocurren en Andalucía. Más incluso que la puñalada mortal de los accidentes, me parece peligrosa la filosofía social de que el respeto a la naturaleza y al patrimonio artístico impide el desarrollo económico. Aunque la defensa de la naturaleza y de los monumentos no sea la bandera principal de mis héroes, desconfío de cualquier meditación sobre el futuro que no se preocupe por la conservación ecológica y patrimonial. El desastre de Doñana empezó a fraguarse cuando los políticos, tanto en la Junta de Andalucía como en el Ayuntamiento de Sanlúcar, permitieron la construcción de urbanizaciones agresivas, buscando un apoyo populista en el argumento de que la vigilancia obsesiva podía limitar la economía del pueblo. Después de los ácidos asesinos, vimos manifestaciones de escolares con pancartas muy educativas: "No vayamos a pagar nosotros el pato". Ante el retraso del plan especial de urbanismo, el presidente de la asociación de constructores de Granada quiere paralizar las inversiones en el casco antiguo, por las trabas conservacionistas de la Consejería de Cultura. En sus palabras rezuma de nuevo la guerra entre el respeto a la ciudad y las necesidades económicas, ese espíritu pragmático que convirtió en los años setenta a Granada en una selva de especuladores, muy parecidos a los que hoy trabajan en la Marbella de Jesús Gil. Se trata de la misma ambición incontrolable que de vez en cuando quiere convertir la Alhambra en un supermercado de turistas. Lo que no parece en peligro es la conservación de la naturaleza humana, devoradora de ella misma por definición.
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