Así son las cosas
En una reciente entrevista, el ministro de Administraciones Públicas, ante la pregunta despiadada de su interlocutor sobre el motivo por el cual un Gobierno que lleva dos años de ejecutoria apreciablemente positiva no consigue despegarse en las encuestas de su principal adversario, responde lo siguiente: «Hay mucha gente que puede valorar positivamente a un Gobierno, pero que está o cree estar en un planteamiento ideológico distinto. No hay otro tipo de explicación. Lógicamente, queremos tener más apoyo, sobre todo en algunas comunidades donde tradicionalmente ha sido más difícil para nosotros, pero las cosas son así».De acuerdo con la resignada respuesta del ministro, responsable, por cierto, de la estrategia electoral en la campaña de los últimos comicios generales que dieron la victoria por un estrecho margen al Partido Popular, existe una única clave -«no hay otro tipo de explicación»- para entender el molesto fenómeno del empate técnico permanente entre los dos grandes partidos nacionales a lo largo de los veinticuatro meses transcurridos desde la investidura de José María Aznar, y es la división ideológica inamovible de la sociedad española. Los ciudadanos de nuestro país, de acuerdo con esta interpretación, serían prácticamente insensibles a cualquier estímulo que no fuera el ideológico. Apasionados por el gran debate de los conceptos, profundamente comprometidos con un sistema de pensamiento social, económico y político, todo lo que escapase a la pura confrontación doctrinal les dejaría fríos. Esta interesante aproximación a una realidad rebelde, no se sabe si apoyada en la correspondiente base empírica o fruto de la sagaz intuición de su autor, se supone que comenzó a demostrar su validez por razones misteriosas el 3 de marzo de 1996, porque, con anterioridad a esa fecha, los españoles han venido demostrando una ávida receptividad al carisma de los líderes, a la oferta de un proyecto que percibieran como ambicioso y atractivo, a los aciertos de un concreto enfoque mercadotécnico, al rechazo que les inspirasen comportamientos públicos reprobables, a la unidad interna de los partidos en liza, a la confianza que despertasen en ellos estas o aquellas figuras públicas, al efecto causado por una imagen específica y, por supuesto, a la apelación a determinados valores, ideas y principios. Todas estas pautas de comportamiento, absolutamente contrastables, se han hecho evidentes en las sucesivas contiendas electorales de nuestro reciente pasado democrático desde 1977 hasta el momento presente.
Es bien sabido que la resolución de un problema es imposible si no se capta suficientemente bien su enunciado. El diseño de una estrategia política y de comunicación basada en hipótesis erróneas o en fantasías exculpatorias no conduce más que al fracaso o a éxitos amargos. Si el mecanismo fundamental de decisión de los españoles ante las urnas es la adscripción ideológica abstracta, ¿por qué la campaña popular de 1996 fue deliberadamente aideológica y de contornos doctrinalmente difusos? Si lo relevante es la firmeza en las convicciones y en la weltanschaung, ¿por qué se repite incansablemente que España va bien sin aclarar de forma grandiosa e irresistible hacia dónde va? ¿Por qué se espera pacientemente a que cale la lluvia fina, si se sabe que la gente mira al cielo anhelando los relámpagos tronantes del Sinaí?
Las explicaciones ad hoc pueden servir para el autoengaño o para la adulación, pero no suelen ser científicamente rigurosas. El empate técnico no tiene por principal causa la estabilidad a prueba de seísmo de los estratos ideológicos de la sociedad española. Sus orígenes son otros, y los interrogantes a formular están en todos los corros. ¿Se concibe y realiza desde el Gobierno una correcta política de comunicación que llegue a los electores de manera oportuna, digna y atractiva? ¿Se presta atención a los aspectos estéticos de la presencia y de la acción gubernamentales, evitando las palabras y los gestos hoscos, extemporáneos o ramplones? ¿Se procura que el liderazgo sea cálido, humano y asequible, sin perder por ello solidez, credibilidad y seriedad? ¿Se pone el énfasis en la existencia de un horizonte ambicioso y consistente derivado de una visión a largo plazo que sobrevuele los episodios cotidianos? ¿Se presta atención a que el pacto con los nacionalismos particularistas no aparezca como una claudicación oportunista, sino como un paréntesis ineludible en aras de intereses superiores?
Las cosas no son indefectible y fatalmente como son. Las cosas pueden ser de otra y mejor manera. Nuestro destino, vital y también electoral, no está en el regazo de los dioses, cuya ayuda, por supuesto, nunca estorba, sino en nuestra capacidad de configurarlo con valor, inteligencia y decisión. Así son las cosas.
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