Mensaje en las manos
Este catedrático manchego de nombre valenciano y aspecto de laborista inglés no descubrió las clases sociales ojeando libros a la hora del té sino en sus manos, que fueron negras y callosas. Debajo del cartel de secretario general renovador del socialismo valenciano, en alguna parte de sus hemisferios cerebrales, todavía hay una región negra y callosa, muy dura, que le sustenta ideológicamente y le reafirma frente a los adversarios que le caricaturizan como un intelectual flemático y elitista. En esta placa encefálica, que se le formateó durante los primeros nueve años, está lo sustancial de Joan Romero. Había nacido en 1953 en la finca rústica Villaba, una propiedad de un señorito valenciano situada a escasos kilómetros de Albacete, donde su padre residía por ser el jornalero aniaguero, que era el encargado de comprar la comida para el resto de trabajadores. Su madre era sirvienta y casi siempre llevaba guantes para disimular los sabañones adquiridos en los lavaderos durante el invierno nuclear de la Mancha, y en el escozor de esta irritación desarrolló un gran empeño para que el muchacho pudiese estudiar y saliese de aquel agujero que estaba casi en el fondo de la sociedad. Tuvo que apechugar apenas lo sacó la pastora del vientre de su madre, y remontó todos los escalafones de aquel ecosistema en el que los niños desayunaban gazpachos y se empleaban a fondo en las pocilgas pastando tercerillas y salvados con los pies clavados en los purines o pastoreando con el ganado de chotillas soñando con alcanzar el rango de tractorista y en el futuro poder pilotar una cosechadora. Este era el pedestal más alto que le estaba permitido a un jornalero en la pirámide de Villalba, donde la palabra del señorito era siempre la última y sonaba como un latigazo seco. Se convirtió en hombre un mes antes de tomar la comunión, mientras estaba acarreando haces de trigo en medio de una extensión sideral amarilla con el horizonte lleno de balas de paja. Entonces perdió el equilibrio sobre el remolque y quedó ensartado en el freno de mano del tractor por la femoral como si se tratara de un torero de secano que hubiese saltado el cercado. Un cirujano taurino le dio sesenta puntos de sutura y esta hazaña, que en el futuro se catalogaría como un accidente laboral, en tiempos como aquellos y en sitios como éste, era una credencial de masculinidad muy valorada por el vecindario. Hasta entonces sus manos no tenían nada de particular ni encerraban ningún jeroglífico social, pero a los nueve años, cuando por fin pudo ir a la escuela y las contrastó con las de sus compañeros de clase, se convirtieron en negras y callosas. Eran tan diferentes a las de los otros niños que habría querido irse, pero su madre estaba detrás empujando tan fuerte con sus manos llenas de sabañones que era imposible retroceder. El reto era de misionero. Tenía que convertirse en un tipo muy mineral e implantarse una vida de autoexigencia para aprobar todos los cursos con una nota media superior a notable y poder mantener una beca salario. El mínimo traspiés significaría volver al pescante del remolque y permanecer en el agujero al igual que sus 62 primos hermanos. Tras el bachillerato eligió ir a Valencia, de donde llegaban los ecos sugestivos de los profesores Fontana, Reglà y Tarradell, y en 1970 se instaló en el colegio mayor Luis Vives y se matriculó en un curso de valenciano porque no entendía nada de lo que hablaban sus compañeros. En dos años ya estaba en condiciones de hablarlo, y en cinco ya pensaba en valenciano, aunque entonces el profesor Ernest Lluch ya lo había catequizado para el Partit Socialista del País Valencià. Antes había deambulado por el maoismo, a bordo de la Unión de Marxistas Leninistas, un corro de barbudos muy propensos a la escisión y capaces de dejarse matar antes que beber Coca-cola. Siempre había evitado los partidos comunistas, y este rodeo no tenía otra salida que la socialdemocracia. A principios de los noventa marchó de profesor visitante a Leeds (Inglaterra) y seducido por el aroma de la London School militó en el Partido Laborista. Eran los últimos días de Kinnock en la secretaría general y John Smith trataba de tirar de estas riendas luchando contra su precaria salud. Romero regresó a Valencia hablando de un tal Tony Blair, a quien no conocía ni su madre, y adaptó al verbo de un PSPV herido de muerte su discurso de nuevas soluciones para nuevos problemas, para abanderar la renovación, ganar el timón y tratar de desencallar la nave de los arrecifes. Mientras lo intenta, en esa placa negra y dura, además de la filosofía de Blair y los blues de Eric Clapton, hay una bicicleta de manillar gacho con la que escala el puerto de Eslida o L"Oronet, como si en ello le fuera la beca salario, para llegar arriba y mirarse a sí mismo a través de las manos.
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