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De L'Hemisfèric a la Expo de Lisboa

En el postrero paso de rosca de un milenio a otro, un leve segundo de relojería o un temblor de cuarzo, el anciano Kublai Kan, esperador de los tártaros, le ha dado el finiquito a Marco Polo: ya no quiere que el mercader veneciano le describa las ciudades del sueño y del misterio, sino que el arquitecto valenciano le descifre las ciudades del estruendo y del dinero; ya no quiere que los lares se oculten en las perolas o en el sucucho de las escobas, sino que lean The Economist, fichen al Dow Jones y jueguen a la Bolsa; ya no quiere la plaza de Melania, en mitad de un diálogo, ni las puertas de alabastro de Moriana, ni los patios de mayólica de Ipazia, sino los tallistas de diamantes de Amsterdam, los financieros de Wall Street, la caja fuerte de Suiza. Con los años, Kublai Kan se ha hecho avaro y curioso: ya no quiere ciudades invisibles; quiere ciudades vulnerables. Por eso, ha puesto a Marco Polo en la cola del paro y ha enviado a sus emisarios a negociar con Santiago Calatrava. Sabe que nació en Benimàmet, un lugar de sogueros y huertanos, de grabadores, en la remota provincia de Valencia, capital de las Artes y las Ciencias, con cultivos de confitura de naranja y sorbetes de limón, y que tiene la lengua bífida, una alcaldesa abrupta y campechana y un dux a quien, en sus viajes, precede un gorjeador lacado para salmear sus laureles. Sabe también que Santiago Calatrava es arquitecto e ingeniero muy solicitado y que construye obras espectaculares por todo el planeta. Y sabe que no le hablará, como el mercader veneciano, de calles pavimentadas de estaño, ni de torres de aluminio, ni de cúpulas de plata; le hablará de hormigón, de hormigón pretensado o con abrasivo, y de acero. El anciano Kublai Kan quiere encargarle un puente que enlace todos los confines de un inmenso imperio que ni siquiera cabe en su memoria. Luego, le dará honores y encomiendas, medallas de oro y lapislázuli y doctorados Honoris Causa, como se los han dado en Edimburgo, en Sevilla, en Salford, en Valencia, en Delft, en el mapamundi. Pero los deseos del anciano emperador no serán más que él mismo: una intermitencia histórica y un lujo de la fabulación. De la inauguración de L"Hemisfèric, ojo de las ofrendas, que alentó Joan Lerma, diseñó Santiago Calatrava y presidió Eduardo Zaplana, con Rita Barberá, bajo la batuta del compositor Michael Nyman quien dirigió una solfa de lebeche y chupinazos de cohetería; a la inauguración de la estación de Oriente de Lisboa, en la Expo"98, a cargo del primer ministro luso Antonio Guterres, que la calificó, en una retórica complementaria y patriótica, de "catedral de la ingeniería moderna, de cemento, vidrio y acero"; su autor y arquitecto valenciano andaría de exposición en el Moma neoyorquino, de paseante por el barrio de la Alfama o haciendo bocetos a mano alzada, porque no le tira ni la escuadra ni el cartabón. Estructuras y puentes en Barcelona, Valencia, Alcoy, Madrid, Mérida, Sevilla y tantos lugares, Santiago Calatrava Valls nació en julio de 1951, en Benimàmet, a regañadientes y con una indómita voluntad de municipio, pedanía o así de Valencia. Esa misma voluntad llevó a Santiago Calatrava a la Escuela de Bellas Artes de París y sólo encontró sus escombros: aún olía a mayo del 68. Regresó a su casa, estudió un curso de Artes y Oficios, se tituló en Arquitectura y se fue a Zurich para hacerse ingeniero y montarse un despacho. Luego, otro, en París; otro, en Valencia. A los 37 años decía que su trabajo resultaba pionero, una búsqueda muy personal, aunque llena de frustraciones. "Todo lo establecido, ya sean profesores, círculos académicos, etcétera, son tremendamente reaccionarios", y agregaba: "De hecho no tienes más que pasear por litoral español para darte cuenta de las aberraciones que han cometido los arquitectos". Recuerda sus viajes de mochila, de saco de dormir, de bocadillo, y que el capitalismo es una forma de violencia. Ahora, va en la cresta de una ola de agua mineral y diseño propio, y repasa con el rotring el boceto de aquellos días. Y hasta puede que se lo cuente a Kublai Kan, en el vientre íntimo de una hormigonera.

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