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Compleja y clara mañana

Entre quienes ignoran, o hasta detestan, el Corpus -y con él otras fiestas tradicionales- y quienes se lo tragan entero como símbolo de la Sevilla eterna, existe una hermandad que ni ellos mismos sospechan: lo detestan o lo aman por la misma razón. A unos les molesta por reducir la ciudad a lo tradicional, por mantener vivas algunas marcas integristas y nacionalcatólicas (¡qué terrible el desfile de tropas tras la Custodia!) o por ser supervivencia degradada de algo definitivamente pasado, que ha perdido hasta su belleza y sentido originario: como si la ciudad fuera un cadáver al que le siguieran creciendo el pelo y las uñas festivo-folclóricas. A los otros les gusta precisamente por ser signo de identificación entre grupo y creencias, y ello llevado hasta el españolísimo extremo de identificar ambas realidades como condición que hace posible la otra; les gusta por lo peor -desde esa noche de los cristales (estéticos) rotos en que se ha convertido el concurso escaparates hasta la identificación entre lo religioso y lo oficial- y pasan de puntillas, o hasta ignoran, los valores perdurables que permitirían a esta ciudad usar sus grandes símbolos culturales para crecer en lugar de para menguar, para progresar en lugar de para involucionar. Entre unos y otros -tan próximos, tan distantes- quedan, desamparados, quienes se relacionan con estas cuestiones, tan frágiles, tan complejas, como quien come un magnífico pescado con muchas espinas: con cuidado, procurando no perder ni un gramo de carne fina y blanca pero también de no tragarse una espina o comer piel áspera y escamosa. Es decir, separando los escaparates almodovarianos o los residuos totalizantes de los ecos -tan vivos esa mañana- de la gran Sevilla de Duque Cornejo, Cristóbal de Morales, Montañés o Francisco Guerrero. Así metemos, algunos, nuestra pala sentimental en el Corpus, intentando quitar la piel y las espinas para saborear la exquisita carne blanca de lo mejor de la ciudad culta del renacimiento y del barroco: romero, arquitecturas efímeras, brillo de la Plata en el primer sol de la mañana, cascada negra del pelo de la Inmaculada cayendo por el lujoso estofado de la capa tallada, tintineo traslucido de las campanillas del pasito del Niño, asombrosa arquitectura de Arfe, bellezas que solo puede tener una ciudad que tuvo la suerte de ser grande, y poderosa, en la gran Europa del humanismo renacentista y barroco. En este banquete estético, quien se sienta a nuestra izquierda nos mira con desprecio, y quien lo hace a nuestra derecha nos llama cúrsiles y elitistas mientras se come el pescado entero, piel, espinas, carne, entrañas: todo. Agobiado por el indiferente desprecio de unos y asqueado por la voracidad omnívora de los otros, seguimos intentando separar lo comestible de los desechos, sintiéndonos a veces hasta dramáticamente solos, pero al mismo tiempo profundamente convencidos de que en este ágape ciudadano hay valores imprescindibles para el crecimiento saludable de la ciudad. Somos responsables de una belleza revelada, y por incómodo que sea, no podemos sino serle fieles.

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