Fútbol, poesía y naciónXAVIER BRU DE SALA
Hubo tiempos, no tan alejados como parece, en los que la poesía fue deporte nacional. Compitieron los poetas en sus alambicados, iluminados o impenetrables versos, para obtener un galardón más preciado que la protección de la nobleza, el favor de la mujer del noble. Concluidos sus amores con la joven esposa de su vizconde, el humilde y delicadísimo poeta Bernat de Ventadorn vivió un encendido romance con la bella Leonor de Aquitania, esposa que fue del mismísimo Enrique II de Inglaterra. Algunos pagaron caro su premio, pero el placer ya estaba consumado. La esposa de Guillem de Castell-Rosselló se arrojó desde la torre en la que estaba recluida al comunicarle su celoso marido que se acababa de comer, sin saberlo, un plato singular: el corazón, asado a la pimienta, de su querido trovador, Guillem de Cabestany, previamente asesinado por el noble -quien a su vez sufrió un muy severo castigo real por la salvajada-. Nuestro gran Josep Pijoan, poeta pragmático, encendido hombre de acción y primer forjador cultural de la Cataluña noucentista, tuvo que abandonar el país a causa de sus amoríos con la señora Baladia, esposa de un influyente fabricante. El lector que admire su belleza en un retrato de Rusiñol situado en el Museo de Arte Moderno todavía admirará más a Pijoan, que se la llevó al exilio. Hace menos de un siglo, la poesía fue también deporte nacional en nuestros pagos. Como siempre, sus auténticos profesionales -por ejemplo, los latinos subvencionados por Mecenas o el emperador, y los trovadores, no vivían de otra cosa- disfrutaron de recompensas preferibles a la copa del mundo de fútbol. Pijoan aparte, Cataluña pagó tan mal a los componentes de su selección nacional del poético deporte que Verdaguer pasó por loco, Carner tuvo que hacerse diplomático, Foix tendero y Riba malvivir de su ingente trabajo. Sea por ello o por nuestra feliz entrada en la era de la complejidad, los poetas catalanes más conspicuos han llorado la pérdida de categoría deportiva de su elevada actividad, que no sólo ha dejado de ser nacional, sino que ha perdido toda consideración pública en algún recodo de la transición. Ello explica, o tempora, o mores!, la ojeriza que le tienen al fútbol, por usurpador. Pero gracias a la fortuna, lábil y engañosa como las grandes damas de la antigüedad, la posmodernidad les brinda de nuevo la posibilidad de reconquistar cierto espacio ciudadano. O así lo parece. Los moribundos Jocs Florals han desembocado en una esplendorosa semana de poesía, admiración de extranjeros y orgullo de no pocos barceloneses. Cogido a contra pie por el éxito del asunto, Pujol no pudo menos que apuntarse a la tendencia tomando prestado a Martí i Pol su optimista título Ara es demà. El señuelo de la relevancia social es muy poderoso. Y elocuente la imagen de nuestro presidente bajo esas tres palabras ilusionadoras y enigmáticas, convertidas en lema preelectoral. El jurado del Premi d"Honor todavía no se ha dado cuenta, pero por poco que alguien les avise, los premiados en los próximos años volverán a ser poetas. De Brossa a Comadira pasando por Gimferrer, los nombres de los poetas vuelven a ser rentables para el catalanismo que Òmnium representa. La tendencia a la renacionalización de nuestra poesía está certificada. Y después de tantos años de batallar para el ingreso de la poesía en el recinto interior intransferible de algunos individuos, su reubicación comunitaria podría ser imparable. ¿Qué significa eso comparado con la dimensión simbólico-nacional del fútbol? Se diría que apenas una sombra perceptible de la nada, pero de mayores efectos secundarios. Si, como profetizan a la una todos los líderes políticos -incluido Anasagasti y excluidos, que yo sepa, los de CiU-, la selección española llega a la final o simplemente se acerca a los puestos de honor, asistiremos a ejercicios malabares para apropiarse de una parte de los triunfos y distanciarse al mismo tiempo de los efluvios sentimentales que ineluctablemente se despertarán. Sólo los más reacios, que son minoría en el campo catalán, irán sistemáticamente a favor del contrincante de España. El resto de los catalanes adictos al fútbol sufrirán con los consabidos ejercicios de corazón loco. No significa lo mismo el Chapi Ferrer que Hierro. De todos modos, dicho sea en favor del deporte rey, no se ha concebido otra actividad humana capaz de congregar tantos torrentes de emoción colectiva con tan escasos efectos negativos para la propia especie. Aventaja también aquí sin duda el fútbol a la poesía, al son de cuyos himnos patrióticos o religiosos millones de seres humanos han sacrificado entusiásticamente sus vidas, en masacres elevadas luego a la categoría de epopeyas por un sinnúmero de poetas. El único país occidental que conozco donde la poesía sigue siendo deporte nacional es Estados Unidos. Si creen que eso es una tontería, fíjense en la enorme cantidad de películas de cuyo argumento la poesía es componente esencial. La lista no cabría en esta página. Comparen luego con la filmografía europea y verán que la observación corresponde estrictamente a la realidad. Y no es baladí. Ahora bien, no me gustaría nada que mi país ni los de su entorno intentaran seguir en este punto los pasos de América del Norte. Los males de la historia europea nos obligan a mantener la poesía en el ámbito de lo personal. Dividida en tres escuelas principales, multiculturalistas, neopopulistas de inspiración rockera y supervivientes del postsimbolismo, la poesía catalana debería resistirse a las presiones para desplazarse de nuevo hacia el centro espiritual de la nación. So pena de volverla peligrosa. Y a cambio de recompensas mucho menos apetecibles que las obtenidas por los latinos del siglo I, los trovadores o nuestro Pijoan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.