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Arzobispadas

La publicidad que han recibido en esta década los fondos reservados, la sangría de Banesto, los contratos del fútbol o las películas escandalosamente caras de Hollywood ha conseguido que hoy ya nadie parpadee al oír hablar de cifras con nueve o diez ceros a la derecha. Y es que la repetición convierte en costumbre lo que antes producía estupor. El mes pasado supimos que Agustín García, arzobispo de Valencia, fraguó él solito una campaña mediática destinada a hurgar en el filón caritativo de los feligreses valencianos para que le regalen cerca de 2.000 millones de pesetas -pura calderilla comparada con el precio de Romario-, imprescindibles a la hora de restaurar la Basílica, esa especie de pisito realquilado donde vive la Geperudeta. Al efecto, García ha hecho abrir una cuenta bancaria en la que los fieles pueden depositar sus donativos. Se trata de lo que Felip Pinazo llamó con humor en estas páginas la "cuenta vivienda" de la Virgen. Y como ha de quedar claro que el aggiornamento del concilio Vaticano II sigue en pie y que el máximo dignatario divino de estos lares, además de hablar con Cristo a diario, casar toreros y repartir dividendos de vida eterna -tareas rutinarias del oficio-, conoce asimismo las sutilezas mundanas que los púlpitos publicitarios exigen de cualquier buhonero, ha hecho preparar un anuncio televisivo, con voz en off y todo, en el que se recita la letanía de los problemas que aquejan a la Basílica y se nos insta a aflojar la mosca. Hasta hoy, que yo sepa, el negocio da bien el naipe, porque aquí no habrá capitalidad cultural, pero lo que es devoción, sobra. Sucede, sin embargo, que al párroco de la iglesia de Santa Cruz del Barri del Carme, Francisco Gil, se le ocurrió una idea chocante y poco respetuosa con la tradición de Roma, que consistía en dejarse de limosnas y obtener la pasta gansa vendiendo las joyas que los cristianos le han ido regalando a la Mare de Déu en años posteriores a la Cruzada (el patrimonio anterior, ¡ay qué penita!, desapareció a manos de los rojos). Pero los creyentes que el pasado 17 de mayo se solazaban entre la Basílica y el palacio de la Generalitat (junto a esa hermosísima fuente que es un primor), se oponen y rechazan de plano una medida que, como poco, sería pecado mortal: el tesoro, dicen, ha de quedarse donde está, en casa de la patrona, qué carajo (véase la mini-encuesta del Levante, publicada el 18 en la página 24). Por el momento se ignora si el arzobispo García va a hacer que el párroco Gil sea condenado a galeras, desterrado a convertir infieles en el turco o, lo más probable, reciba 666 vergajazos en pleno lomo. Los iré informando a ustedes con puntualidad. A mí, y esto ya va en serio, me da cierta tristeza que para una vez que un cura demuestra sentido común, ni el pastor en jefe ni el rebaño de siempre le hagan el más mínimo caso. Echo también muchísimo de menos aquellos tiempos recios en que España hervía de anticlericales tan dignos como Blasco Ibáñez y Baroja, capaces de cantarle las verdades a la Iglesia sin que les temblara el pulso. Tener fe me parece un derecho legítimo (que yo no ejerzo), pero aprovecharse de la indefensión emocional que suscita en los demás y seguir vaciando bolsillos candorosos se llama de otra manera en mi diccionario: mala fe.

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