Cismogénesis
Al final, el hallazgo (serendipity) de las primarias socialistas no está siendo tan venturoso como pareció en un primer momento, pues los actuales efectos retardados están resultando demasiado peligrosos (jeopardy). Es verdad que gracias a ellas ha aparecido un nuevo líder de imagen tan potente que desde la misma línea de salida ya se ha colocado a la cabeza del ranking de popularidad que elabora el CIS. Pero, por ello mismo, su ascenso ha sido tan sorprendente que ha descolocado a los miembros de la cúpula socialista, haciéndoles cometer errores imperdonables como el de fichar otras estrellas mediáticas a espaldas del candidato electo. Tanto es así que, de repetirse los fallos, amenaza con generarse un cisma en la estructura del poder socialista. Se dice, para explicarlo, que sólo se trata de mera incomprensión o desconfianza entre Almunia y Borrell, como si la química no les funcionase. Pero reducir la cuestión a puro personalismo implica no entender nada de lo que está pasando, que parece mucho más grave.Se trata, en realidad, de la difícil compatibilidad que se da entre dos lógicas o legitimidades políticas contradictorias entre sí: la del presidencialismo versus el parlamentarismo. Esta vieja cuestión, de permanente actualidad, ha hecho y sigue haciendo correr ríos de tinta. Tenemos prueba muy reciente en un libro compilado por Juan José Linz y Arturo Valenzuela (La crisis del presidencialismo, Alianza Madrid, 1997), con destacadas aportaciones teóricas de Arend Lijphart, Giovanni Sartori, Alfred Stepan o el propio Linz. Pero esta eterna polémica cobra una palpitante aplicación práctica en la crisis actual del PSOE, donde se enfrentan, de una parte, el titular de un órgano colegiado que sólo fue elegido por representación indirecta: Almunia, que encarna el parlamentarismo por ser sólo responsable ante el congreso del partido; y de la otra, el vencedor de una contienda cuasi presidencial, al estar elegido directamente por todos los militantes a los que representa para ser su candidato a la jefatura del Gobierno. Dada la incomparable naturaleza de ambas legitimidades, resulta imposible coordinarlas armoniosamente. Por tanto, el legislador constituyente debiera haberlas jerarquizado, subordinando una a otra. Pero nada de esto se previó en los estatutos que crearon las primarias: de ahí la indefinición actual. ¿Qué hacer? La ortodoxia vigente suele preferir el parlamentarismo al presidencialismo, a fin de evitar la tentación cesarista. Pero esto, con ser muy discutible, sólo es aplicable a los Estados democráticos, no a los partidos políticos. En estos, el parlamentarismo sólo puede conducir a las luchas intestinas, incapacitándoles para una acción política eficaz, que precisa un empresario político de liderazgo indiscutido. Y como no puede haber dos números uno, el parlamentario y el presidencial, hay que optar por elegir a éste con prelación sobre aquél. Por tanto, ante la duda hamletiana de qué hacer, mi respuesta sería ésta: todo el poder para Borrell.
¿Y por qué Borrell? Pues porque tiene más legitimidad democrática que Almunia, ya que le venció limpiamente y cuerpo a cuerpo en unas elecciones directas donde se expresó la voluntad soberana de la militancia. Y sobre todo por eficacia, pues si se quiere ganar las elecciones, el candidato debe transmitir la imagen de ser él quien manda (en vez de ser un mero mandado de González o de la Ejecutiva); y tras su pájara contra Aznar, Borrell no puede permitirse parecer la marioneta de Almunia. El problema del liderazgo no es (sólo) organizativo sino (sobre todo) político: demostrar (en el doble sentido de exhibir y de probar) quién es el que manda.
Quien aspire a conquistar el poder político debe probar que antes ya lo ha conquistado en su propio partido. Si no es así, pierde toda credibilidad como candidato a jefe del Gobierno. Es en este sentido que no puede haber bicefalia (aunque sí la haya en el organizativo), pues el poder dividido (como sabemos desde Tilly o Skocpol) es un poder débil, impotente y perdedor, que invita a la derrota o al motín.
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