China
Desde que hace casi un año pasé varias semanas en China no he dejado de experimentar la sensación de que, día a día, a nuestros periódicos les faltan páginas, a los telediarios se les ha acabado la cinta y a los noticieros radiofónicos se les ha cortado la conexión. Vivir en la actualidad sin conocer asiduamente lo que está sucediendo en el Asia del Pacífico y, particularmente, en China, es como navegar a oscuras, hablar del presente por hablar, hacer pronósticos sobre el futuro por gusto de perorar. En estos momentos, de lo que aguante Japón la caída del yen o, aún más, de lo que resista China sin devaluar su yuan depende que se desplome la tercera parte de la economía familiar del planeta y que, de paso, la deflación sople con furia por las rendijas de la economía occidental. En Estados Unidos ya están percibiendo las corrientes de esta formación huracanada y Europa es apenas la habitación contigua de esa primera resistencia al vendaval. Clinton viaja a China el próximo mes y es probable que China no rebaje el valor de su moneda hasta concluir un cara a cara sin menoscabo. Pero ¿aguantará después? ¿Podrá China seguir exportando mercancías en medio de la superliquidación que de sus productos están haciendo los dragones competidores de su entorno? ¿Podrá, en caso de no conseguirlo, contener la oleada de desempleo que sumará al que ahora crece con el cierre de las envejecidas empresas públicas? ¿Lo soportarán los chinos habituados a la protección estatal? Visto desde China, el mundo parece redondo, capaz de girar, de dar la vuelta. Desde aquí, sin la tercera dimensión, la realidad tiende a parecer plana, susceptible de ser acotada, recortada y allanada, estampada por la ficción del todo y contra la verdad de ser apenas un fragmento de un tomo que ha desplazado su clave al horizonte por donde sale el sol.
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