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Tribuna
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Juan Cruz

Me lo contó aún excitado y melancólico, como si hubiera caído sobre él el peso del futuro. Le sabía feliz y ufano, y ahora le encontraba abatido y perplejo. Lo cuento como me lo contó, con sus comillas, como si fuera la memoria de un amigo que se acerca al hombro de cualquiera a contar cómo le ha ido después de una aventura en el desierto. Ésta es su historia.«Mi vida cambió el día en que me llamó la head hunter.

Nunca me habían hecho una encuesta de opinión, jamás me habían entrevistado después de un debate televisado, en ningun partido de fútbol me preguntaron sobre el resultado previsible, jamás tuve oportunidad de pronunciarme sobre mi opción entre Almunia o Borrell, ni siquiera he deshojado una margarita. Y por supuesto nunca me había llamado un head hunter. Ese día por fin me llamó la head hunter y sentí que quizá cambiaba mi vida. Su voz sonó apresurada pero experta, lacónica y definitiva. "No te conozco", me dijo, "pero me interesas. ¿Puedes ahora?". Yo me hice de rogar: ahora no, tengo ocupaciones, acaso más tarde, sí, más tarde podrías llamarme de nuevo... Ella aceptó, y desde ese instante las expectativas de mi vida dieron un vuelco total; ni siquiera sentí la incertidumbre como un mal augurio: ¿qué querría de mí la cazadora de talentos? ¿Qué habrá sabido que le ha impulsado a telefonearme? ¿Quién le habrá hablado? ¿A quién habrá descartado mientras tanto?

En medio de estas especulaciones, me imaginé a la head hunter. Su voz era enérgica y saludable; me la dibujé de pelo castaño y suelto, sedoso y suave, un pelo amable que camina con el viento mientras maneja con destreza las llaves de un coche de anuncio; yo mismo me vi parte de ese anuncio, ágil y requerido, mirado de nuevo como si además hubiera vuelto a los 20 años y fuera aquel fabuloso profesor chiflado de Jerry Lewis, convertido en un ser irresistible, juvenil, pletórico; ella debía de ser, además, alta, muy hábil para recordar teléfonos, pues enseguida repitió el de mi móvil, aunque al tiempo que advertí esta habilidad suya recordé que los teléfonos de recepción registran también los números de quienes llaman... Tenía -debía tenerlas- las manos largas y limpias, con uñas discretas, y sus ojos eran verdes, no me cabía duda, verdes y un poco llorosos, emocionados y tranquilos, los ojos de un anuncio.

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Fue tan familiar, tan adorable, que de pronto sentí a la head hunter del círculo de mis amigos, de la gente a la que le pediría dinero en un apuro; con ella compartiría incluso un helado de chocolate al final de una comida de camaradería. Pero ella me lo había advertido: "No soy tu amiga; ni siquiera te conozco; debo ser discreta, de modo que me he presentado como si te conociera de siempre". Yo lo había entendido: nadie podía saber que aquélla era la llamada de una cazadora de talentos; desde esa hora en que se produjo el golpe de teléfono -que se parecía a un golpe de suerte, o de viento, un vendaval- hasta el instante en que yo tuviera más información sobre sus intenciones, yo mismo también debía ser discreto, ensimismado, nadie debía saber que me hallaba en un instante profesional de zozobra positiva.

¿Qué querrá la head hunter? ¿Me ofrecerá un minuto de trabajo y por ello me hará rico? Repasé todas las posibilidades profesionales que podían abrirse en la carpeta de una head hunter contemporánea y poco a poco fui entrando en otro tipo de zozobra, la zozobra realista: ¿qué puede ofrecerse que sea verdaderamente placentero aparte de lo que uno desea en los sueños que sitúan la playa, los libros, la música y el cine, la compañía y el silencio como los objetivos del empleo ideal? ¿Me van a ofrecer más trabajo, nuevas oficinas, más reuniones, un destino en Indochina, un trabajo de boxeador en Las Vegas, o se habrá dado cuenta de cuáles son los ideales de mi vida? ¿Lo tendrá todo tan computadorizado que me habrá leído el pensamiento? ¿No sabrá nada de mí y todo ha sido un maldito equívoco? ¿Alguien le habrá dicho: ya tengo quién puede sustituir a Butragueño en el Celaya? ¿Será un malentendido?

De pronto me descubrí dudando de la head hunter; empecé a pensar que sus intenciones eran las de desplazarme de los escasos placeres de los que aún podía disfrutar, e incluso pensé que algún amigo me había jugado una broma: llámale y dile que estás buscando a un probador de pimientos, es muy buen probador de pimientos, se crió, de hecho, probando pimientos en una finca de Galicia... Tuve la tentación de buscar el teléfono de la head hunter, deshacer la cita telefónica y explicarle, sin escucharla siquiera, que todo se debía a un enorme disparate al que la había inducido algún amigo maldito que le había hablado de habilidades de las que yo siempre carecí: no podría sustituir a Butragueño en el Celaya, ni puedo probar los pimientos, ni tengo vocación de cambiar de trabajo... Y además jamás sería boxeador en Las Vegas.

La zozobra positiva venció a la zozobra negativa con respecto a las intenciones de la head hunter y seguí alimentando con fruición el deseo de que pasaran las tres horas que mediaban entre la primera y la segunda llamada de la cazadora de talentos. Mientras tanto, cumplí el pacto de silencio y no dije a ninguna de las personas que me acompañaron durante aquella larguísima incertidumbre el motivo de mi nerviosismo tan poco satisfecho: éstos no saben -pensaba yo- que me acaba de llamar una head hunter, que lo que ahora estamos dilucidando puede convertirse en historia en el minuto siguiente y que en este instante se está cumpliendo aquel famoso poema de Rudyard Kipling: los sesenta segundos que pueden cambiar tu vida.

No aguanté más. Yo necesitaba saber qué quería de mí la head hunter, si pretendía mi talento para el fútbol, mis habilidades para el boxeo, mi nunca descartada habilidad para probar pimientos o si, al contrario, pretendía que siguiera haciendo lo que hago en la vida, pero en otro sitio. Decidí salir de dudas, busqué entre mis papeles su número, marqué y salió ella al otro lado, con su voz color castaño, sus uñas claras, sus ojos al viento, y cuando ya se serenaron la llamada y los saludos y la vi más clara, como se ve a una cazadora de talentos, me identifiqué y ella me dijo:

-¡Ah, eres tú, Juan!

-Sí, soy yo. ¿Qué querías de mí?

-Antes que nada me gustaría saber tu edad. Respondí lacónico, como si el universo se convirtiera en dos dígitos y el tiempo fuera de pronto un espejo vagando en el mar:

-Cuarenta y nueve, 49 años. Ella me escuchó paciente, abrumada, ya entonces creyendo que yo había sido innecesario; esto sentí yo antes de que me dijera desde detrás de la enorme distancia a la que enseguida iba a arrojar mi vida la voz de la head hunter:

-¡Huy, que lástima! !Buscaba a alguien de 35

-¿Es todo? -le pregunté a mi amigo, levantando su frente de mi hombro.

-¿Todo? Sí, todo; supongo que ya no me llamará nunca más.

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