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Reportaje:

El vagabundo de Damasco

La vuelta a casa del niño secuestrado en Madrid, abandonado en Siria y repatriado el miércoles a España

Jan Martínez Ahrens

La foto cabe en el bolsillo de un niño. En ella se ve a Zohora, una costurera madrileña de origen marroquí, con un pañolón blanco que le tapa el pelo, con una sonrisa recatada y sin las muletas que ahora le acompañan a cada paso. Durante tres años, esta imagen del pasado se convirtió para un niño raptado en Madrid y maltratado en Damasco en la única constancia de que tenía una madre. El miércoles, a las diez de la mañana, tras un relampagueante proceso de repatriación, el pequeño, con correazos por todo el cuerpo, bajó la escalerilla de un avión en el aeropuerto de Barajas para reencontrarse con su madre. Ayer, Zohora, con otro pañolón blanco tapándole el pelo, rememoró la historia del retorno.Un relato, teñido de hiel, que arrancó en los albores de los años noventa, cuando la mujer, ya con el niño (de otro padre), se unió por el rito musulmán a un médico sirio afincado en Madrid. De este matrimonio, del que no hay constancia legal, nació otro varón y una cadena de malos tratos conyugales que acabaron abruptamente en 1995. Corría septiembre, y Zohora, en aquel momento hospitalizada por una grave lesión medular, supo que por orden de su marido habían raptado a sus dos hijos -uno de cuatro años y otro de nueve meses, ambos españoles como su madre- y los habían conducido a su casa de los arrabales de Damasco. Allí, el mayor de los hermanos, sin vínculos de sangre con la familia del ex compañero de su madre, fue arrinconado como un paria.

Repudiado por todos -sólo dos ancianos velaban por él-, vejado a conciencia -los médicos han constatado los malos tratos-, el pequeño empezó a vagabundear por las calles de Damasco al tiempo que olvidaba poco a poco su pasado, su idioma natal y el recuerdo de un hogar en Madrid. «Ha sido una locura, cuando le vi con el cuerpo lleno de marcas y llorando por su hermano pequeño, que aún permanece allí, me di cuenta del abandono en que vivió durante tres años, sin tener donde ir, andando por las calles, pero también supe que nunca se había olvidado de mí: nunca había perdido la foto», contaba Zohora.

Ella no olvidaba. No podía quitarse de la cabeza cómo fallaron los servicios de asistencia social, cómo sus continuas denuncias por malos tratos contra su compañero sólo sirvieron para que él se volviese más sanguinario y se llevase a los niños («me llamaba doña nadie mientras me golpeaba»). Tampoco podía borrar cómo le dieron la espalda todos aquellos a los que pidió ayuda para que le devolviesen los niños («en la mezquita me dijeron que ellos no podían socorrerme, y en la Embajada siria, que confiase en Dios»). Ni cómo en junio de 1997 él reapareció en su casa de Madrid y la molió a golpes mientras le gritaba: «Tú sólo vales para que te den palo».

Tras esta paliza, Zohora decidió emprender viaje a Damasco para recuperar a sus hijos. Pero, nuevamente, las escasas 35.000 pesetas que cobra el mes por una pensión de invalidez se lo impidieron. «Tenía ya pocas esperanzas de volver con mis hijos», confesaba Zohora, rodeada de los agentes de la Brigada de Extranjería de Madrid, que junto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, habían conseguido con pulso firme la repatriación de su hijo mayor.

Una vuelta propiciada por el propio rechazo de la familia de Damasco, que un día de principios de mayo se presentó en el consulado español para que se llevasen a aquel niño en harapos, cuyos únicos bienes eran una foto de su madre y un pasaporte expedido en la Península.

Bastó eso para que los diplomáticos acogiesen en su casa al zagal y acelerasen los trámites de su repatriación, mientras la policía madrileña localizaba a la madre.

Pero la vuelta no ha despejado la amargura de Zohora (la única con patria potestad sobre el pequeño). Como recordaba, el niño, flaco, curioso y juguetón, aún guarda el miedo en el cuerpo. Así, en su primer día de estancia en Madrid, tras ser invitado a comerse un filete por los policías («al principio nos tenía miedo, pero luego no veas cómo jugaba el chaval»), el horror de sus días en Damasco le asaltó en la oscuridad. Era ya de noche y el niño dormía en la cama. Su madre, que incluso ha alquilado un nuevo piso para alojarle, se acercó para abrazarle. Al percibir el tacto de unas manos en su espalda, el niño dio un respingo y gritó en árabe: «¡No me pegues, no me pe gues!».

Al contarlo ayer, su madre, de 32 años, perdió la voz. Luego recobró el aliento y anunció con firmeza que estaba dispuesta a recuperar a su otro hijo. Tiene tres años, es español y vive en los arrabales de Damasco.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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