Espectros
El semanario norteamericano New Yorker ha declarado 1998 el año del descubrimiento del Manifiesto, y de Marx. Se celebra, aquí y allá, selectivamente, cautamente, la conmemoración de aquella obertura beethoveniana, cinematográfica en su concepción, que fue el manifiesto de Marx y Engels, publicado en Londres un 20 de febrero de 1848. No ha merecido grandes fastos -menos mal- ni tampoco intención política de importancia este revival de circunstancias porque, en general, se ha decretado hace ya mucho tiempo su archivo. Lo concerniente a Marx y especialmente el manifiesto es algo que se da por archivado, convenientemente registrado, sepultado bien hondo, para que no vuelva. Leo en L"Espresso el elogio de un intelectual que resume el punto de vista dominante de quienes conservan, al menos, el gusto por lo estético: para Umberto Eco, aparte de probar la capacidad de sus autores para inventar metáforas memorables, el manifiesto queda como un monumento de oratoria política para ser estudiado en la escuela al lado de las catilinarias y del discurso shakespeariano de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. No está mal. Al menos hay quienes, en el largo trabajo del duelo, no caen en la obscenidad, reservando un rincón para el recuerdo. Pero hablando de muertes, de cadáveres y de espectros, de duelo, del propio Shakespeare y su dramaturgia, no deja de sorprender el júbilo obsesivo con que se celebra un nuevo entierro, esta vez definitivo ¡uf! (ojalá el último), como si se quisiera, al conjuro de esta unanimidad de voces que lo decretan, dominar el peligro de una eventual reaparición. Porque los espectros, ciertamente, vuelven, asedian a sus deudos, exigiendo responsabilidades y reclamando derechos, si no venganza. Un espectro, como se sabe, no es un fantasma, ni un muerto viviente, ni un fenómeno poltergeist. El espectro, como pronto supo Hamlet, no pertenece ni al mundo de los vivos ni al de los muertos. Ve sin apenas ser visto, tras su visera, emplazando imperativamente a que se haga justicia. Cuando un espectro así asolaba Europa, hace ahora 150 años, acechando a los burgueses, a la Iglesia y a las monarquías, dispuesto a acabar con todos ellos en nombre del comunismo, todas estas fuerzas se conjuraron y, en santa alianza, organizaron una montería para cazarlo y matarlo. No lo consiguieron, como se sabe, sino que, por el contrario, ese espectro, debidamente materializado en un partido y, más tarde, en un sistema político, congregó el más amplio movimiento de masas desde el cristianismo, marcando con su impronta, hasta el día de hoy, el siglo que nos deja. Tal vez el error fatal de sus secuaces fue, precisamente, obligarle a que se transmutara en programa, ante cuya realización cedió toda forma de responsabilidad, convirtiendo el marxismo en otra metafísica. Pero no menos fatal es el júbilo desatado por quienes creen haber liquidado las razones profundas de su aparición y celebran el reinado del mercado junto a la nueva iglesia del pensamiento único. Hay que reconocerlo francamente: la exaltación de que hacen gala estos últimos enterradores se produce en condiciones sospechosas y paradójicas, en contextos de una desregularización más o menos calculada del trabajo, de una guerra de mercados en un mercado globalizado que levanta barreras proteccionistas contra la mano de obra barata, donde se agrava la deuda externa, se produce el auge de la industria y el comercio de armamentos, la diseminación del armamento atómico, el despliegue de guerras interétnicas, en un mundo de mafias y narcoestados. ¿No queda ligeramente trastocado el triunfo de un sistema, de un ideal regulador, ante las realidades empíricas que lo refutan? Y la citada descomposición, ¿no atañe, de golpe, a todo un arsenal de conceptos, de instrumentos analíticos que conciernen a economistas, juristas, antropólogos, sociólogos y a todos los cultivadores de un logos más o menos fragmentado ya? El espectro, desde luego, siempre regresa. Está ahí para alterar cualquier cálculo, sea de mercado o político. Para vindicar lo que le pertenece, que no siempre es de aquí aunque esté entre nosotros.
José Asensi Sabater es catedrático de Derecho Constitucional.
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