Cobi, los Juegos del diseño
Fue cosa del calendario gregoriano lo que le desbarató los pliegos de la historia. Si no, también hubiera hilado túnicas del color del ciruelo, con grecas de azafrán, mientras copaba el aire de gres y lo untaba con aceite de nardo. Pero el libro mayor del tiempo que lo desempeñaba Timeo, de antorcha en antorcha, se lo adjudicó el Papado, y Javier (Errando) Mariscal nació en Valencia, el nueve de febrero de 1950 de la Era de Franco. Por ese extravío de cuentas, cuando tomó suelo olímpico, no vio a los discóbolos, ni a los luchadores, ni a los aurigas que se descalabraban, por docenas, en los juegos de la Elida; no vio tampoco al tronante Zeus que creó Fidias de un pedrusco de pórfido; sólo vio a un dios menor: Jordi Pujol. Un dios tan menor que, a ojo clínico, no llegaba al metro y medio de estatura, y que además le pareció que tiraba a horrible. Pues tuvo que inundarse la mirada de colirios, en presencia de las cámaras, para cubicar toda aquella carne de primera y devolverla a la enormidad de su santuario, donde se turnan en el vía crucis los presidentes de Gobierno, para que les sane el tejido social de las pústulas del paro y les lea el porvenir, en el furgón de los presupuestos generales. Cobi llegó en enero del 88, en un trazo de ternura, escampó la fugaz gresca; se alojó en la sonrisa de los niños y de los vagabundos; en la pelusa de los creativos con el rotulador en el ojal de la solapa; en los vaqueros de Armani, con mugre mayo-68, de los progres; en la incredulidad de los banqueros y empresarios; en el desdén de un academicismo de ácido úrico; en medio del cisco. Pero recibió el despacho de mascota de las Olimpiadas Barcelona 92 y circunvaló el planeta en globo, en llavero, en bolsa de playa, en camiseta ceñida a los pechos de frambuesa de las adolescentes, en la mochila de los escolares. Cobi fue una criatura universal y apátrida que su autor dibujó en nada, después de darle al lapicero y al chirumen muchos años, y de llenar papeleras de escorzos, estufidos e insomnios. Este género de milagros salen así, como una centella, o no salen ni con hurón, por más que se encomiende a Santa Rita de Casia o a cualquier divinidad pagana. Un buen día del 71, Javier Mariscal dejó la Universidad de Valencia donde hacía Filosofía y Letras, y se marchó a Barcelona a aplicarse al Diseño Gráfico y a sentar plaza en El rollo enmascarado, con Ceesepe, Roger, Montesol, Max, Pàmies, Nazario y El Hortelano, qué comando de transgresores. El Víbora ya estaba en la plancha, vuelta y vuelta, y Javier Mariscal metió astillas de sándalo en el tintero de las historietas y apostó por la inocencia: las tiras las encaja de guipur. Entre el cómic underground y la Bauhaus de Gropius, arte e industria, estética y función: Javier Mariscal franquea principios y muros, llena la leñera de la curiosidad, despliega la creación y abate los obstáculos, como una locomotora con parada y copa en el bar Dúplex, de su ciudad de origen. Luego, se encama en los Muebles Amorales y entra en el grupo Memphis de la mano experta de Ettore Scottass. Ha ocupado territorios y diseña cerámicas, zapatos, bolsas, taburetes, y pinta y hace esculturas y se suministra la ingenuidad en tabletas, mientras recibe ofertas del The New York Times y del Newsweek; y expone sus objetos en el décimo aniversario del Museo Georges Pompidou, y en la gran feria internacional del arte Documenta de Kasel. El 88, Cobi y Cien años con Mariscal, una antológica en la Lonja de Valencia, organizada por el conseller García Reche, y donde se fotografiaron Lerma, Pérez Casado, Maragall, Burriel. El diseñador valenciano firma contratos y manifiestos de solidaridad. Ahora entra en el Reina Sofia con chirimbolos, aeroplanos y lavadoras; y quizá nos ofrezca un espacio para cumplir las tablas del placer.
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