Los libros
Hay en el mundo editorial una curiosa práctica, si bien no muy frecuente tampoco insólita, que consiste en publicar libros fuera de catálogo. Son textos que el editor hace llegar al público como un añadido al menú que figura en su carta, aunque sin llegar a alcanzar esa condición de plato extra o perversión gastronómica que el maître ofrece en los restaurantes a sus clientes preferidos. Más bien al contrario: el ejemplar fuera de catálogo es un hijo que al editor le cuesta reconocer: un bastardo, quizá. Le autoriza a vivir, incluso a llevar su sello o apellido, pero le niega el certificado de nacimiento. Cuando estos libros salen de la mesa de novedades, no queda registro oficial de ellos en parte alguna. Es como si no hubieran existido, o como si no existieran ya en el momento mismo de hacerse presentes, puesto que el editor siempre puede blandir su catálogo y demostrar que no figura allí donde tiene inscritos a todos sus vástagos.Inexistentes, pues, aunque reales, arrastran desde su nacimiento una condición desgarradora a la que los más fuertes logran sobreponerse. Pasados los años, cuando uno tropieza con uno de esos volúmenes sin certificado de existencia en su biblioteca, se complace en mostrarlo a los amigos que practican la bibliofilia, pero jamás a las personas normales, lo que da una idea de la depravación que late en la tendencia a tener hijos fuera de los circuitos naturales. Al editor le gusta copular con su catálogo: para eso se ha casado con él, pero no renuncia a llevar una vida sexual activa en otros ámbitos. El libro fuera de catálogo puede ser también hijo del adulterio con alguien que no consideras de tu clase. Quizá para evitar las pruebas de paternidad, se recurre a esta fórmula intermedia tan dolorosa para los títulos, que han de abrirse camino sin la ventaja de partida de tener la documentación en regla. Hay una práctica inversa a ésta, también en el mundo editorial, que consiste en la descatalogación de un libro que vino al mundo, como es de rigor, con un pan debajo del brazo y un certificado de existencia prendido a la solapa. Ahora estamos hablando de hijos legítimos que no han respondido a las expectativas del editor. No vendieron bien, quizá no tuvieron buenas críticas, o envejecieron más deprisa de lo previsto. Una vez desposeídos de la legitimidad que da el catálogo, continúan teniendo una vida errante por estanterías privadas y mostradores de tiendas de ocasión, pero cuando uno reclama sus papeles para comprobar algún dato de interés, le indican, con expresión severa, que se trata de un libro descatalogado. Desnacido, podríamos decir. No es un aborto, puesto que ha tenido una existencia jurídica plena, a veces durante muchos años, pero ha perdido el favor de quienes lo patrocinaban. No es raro que el libro fuera de catálogo y el descatalogado coincidan, pasado el tiempo, en el mismo estante de una librería, donde quizá el uno presuma frente al otro de haber sido, aunque ahora no sea, mientras el otro se vanaglorie ante el uno de ser, aunque no haya sido.
Curiosa tensión entra la realidad y la irrealidad de la que estos días puede disfrutar el lector indiscreto en la Feria del Libro de Ocasión. Recorriendo atento sus casetas, uno escucha este rumor, pero también algunas voces: las de aquellos otros volúmenes que habiendo adornado las bibliotecas o los salones de gente ilustre, cuyo nombre y apellidos aparecen en la dedicatoria de las páginas de cortesía, fueron en su día malvendidos por falta de dinero. Estos títulos, entre los que hay no pocos de poesía, buscan dueño a gritos, como un perro faldero, pues están acostumbrados a los cuidados de una casa con calefacción y música ambiental. No soportan la humedad ni el frío de los sótanos en los que son recluidos entre feria y feria.
En la biografía de los libros, en fin, podemos ver la nuestra. Uno conoce gente catalogada y fuera de catálogo y personas descatalogadas en lo mejor de la vida, así como hombres y mujeres sin dueño, aunque con una dedicatoria en la frente. Todos luchan por ser reales: el problema es que ignoramos si somos más ciertos cuando vamos a la oficina o cuando nos perdemos en el interior de ese volumen inexistente o verdadero que cada año nos espera en una librería de viejo diferente.
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