Una historia eslovaca
Al calor de la fe europeísta, en los últimos años son muchos los ayuntamientos valencianos que han establecido lazos de hermandad con otras ciudades continentales. He de confesar que, personalmente, nunca había podido ocultar una sonrisa ante esos paneles que, en los límites de los pueblos más osados, informaban al transeúnte de la buena nueva de fraternidad intermunicipal. Hace poco cambié de opinión. Como todo en esta vida, también esas pomposas ceremonias de alcaldía a alcaldía en ocasiones dejan el reino de lo gratuito para ingresar en el imperio del conocimiento y sus agentes más insospechados. Hace años el Ayuntamiento de Vila-real (Plana Baixa) se hermanó con el de Michalovce (pronúnciese "Mijalovche"), uno de los enclaves más orientales de Eslovaquia, a sólo 40 kilómetros de la frontera ucraniana. El motivo de la elección de esta pequeña ciudad radicó en cierta tradición de intercambio mutuo de grupos de danza. Con la visita de Zemplín comenzó una relación singular entre vilarealenses y eslovacos que ha continuado tras la independencia de aquel país. Michalovce es tan representativo de la Eslovaquia actual como cualquier otro municipio. Un centro administrativo de 40.000 habitantes depositado, sin sobresaltos arquitectónicos, en medio de un valle verde y fértil. El mismo que en los años veinte y treinta elevó a mito vagamente impresionista Theodor Jozef Mousson, el venerado paisajista local. Quizá la singularidad más notoria de esta pequeña ciudad radique en la existencia de Zemplínska Sírava, el lago artificial de 33 kilómetros cuadrados inaugurado en 1966 y convertido en tiempos del comunismo en un destino turístico muy codiciado. Un pantano cálido, inmóvil y un poco melancólico. Viniendo de Occidente -y, aún, de su antigua reserva- es inevitable reflexionar sobre la querencia que sienten las dictaduras hacia el agua embalsada, esa gran masa líquida controlada al impulso de un solo dedo. Quizá en los regímenes totalitarios todas las políticas no sean sino políticas hidráulicas. Pero hay más, mucho más. Ahondando en el conocimiento de las gentes de Michalovce y sus circunstancias algunos valencianos -entre los cuales me incluyo por una de aquellas casualidades- hemos tenido ocasión de descubrir relatos y personajes fascinantes de un país tan nuestro como que es característicamente europeo. Es el caso de Dusan Plichta, un ingeniero que fue concejal del Partido Demócrata hasta la pasada legislatura. Se trata de una pequeña formación de carácter liberal que se opone por igual al populismo nacionalista de Vladimir Meciar -el colérico, aislacionista y demagogo ex boxeador actualmente en el poder- como a los ex comunistas. Dusan y sus gentes están a favor de la apertura a Occidente, la liberalización económica y la (re)europeización de Eslovaquia. Y estuvieron en contra de la flamante independencia, una treta burda de Meciar para hacerse con todo el poder. Como todos aquellos que, contra unos y otros, mantienen fría la cabeza en tiempos de tribulación, Dusan Plichta es un observador crítico que además se ha convertido, a fuer de intérprete, en un auténtico cónsul honorario de nuestra sociedad en la suya. Algunos recuerdos de este ingeniero versátil y con gran sentido del humor pertenecen ya a la memoria colectiva de todos los europeos. Y así nos lo comunicó cierta noche suavemente etílica a la expedición que este verano llevó a cabo la sociedad Socarrats de Vila-real (con Vicent Cerdà al frente). Por ejemplo, el rugido de los tanques rusos circulando toda la noche un 20 de agosto de 1968. Dusan tenía ocho años. Los soviéticos venían de Ucrania -actual Non Plus Ultra de Europa oriental- por una larga carretera hacia el ocaso flanqueada hoy como entonces por tres bellísimos cementerios. Alexander Dubcek -eslovaco y socialista de rostro humano- intuía el fin de un gran sueño y el continente todo se convulsionaba por el fracaso sucesivo de la gran primavera de París y Praga. Muchos años después, en los años ochenta, Dusan acabaría de completar su visión de las cosas durante una visita a los Estados Unidos, en aras de la danza. Sólo en Chicago descubrió, mirando el listín telefónico, no menos de 30 Plichta. Granos de arena de la gran diáspora nacional: Eslovaquia tiene seis millones de habitantes, pero 10 más repartidos por todo el mundo. En medio del ambiguo sueño americano, en contraste con la pesadilla soviética, Dusan comenzó a interrogarse por el destino de su país. Y aún no ha desistido. Ahora vuelven en forma de nostalgia los efluvios de aquella doble primavera marchita. Nostalgia para los que la vivieron pero, especialmente, para los que no lo hicimos. Por eso, para entender ciertas cosas, es bueno ahondar en el recuerdo colectivo conociendo sus protagonistas anónimos, sus relatos más singulares. En todo caso, no considero oportuna ninguna otra ironía por mi parte a propósito de los hermanamientos municipales.
Joan Garí es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.