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Váyanse

MANUEL TALENS Cuando aún no se han apagado los ecos de la inesperada victoria de José Borrell frente al aparato del PSOE, que ha devuelto al país la certeza quizá ingenua de que aún es posible disentir; cuando se palpa en las calles la esperanza de arrebatarle a Aznar, Zaplana, Fraga o Lucas el control de los instrumentos del poder; cuando las gentes empiezan a despertar del letargo en que la prepotencia y el inmovilismo de los dinosaurios socialistas las habían sumido, ¿habrá llegado el momento de hacer limpieza general? Es verdad, como dice Manuel Vicent, que la oposición nunca gana a la hora de votar: pierde quien gobierna. Pero a ese axioma habría que añadirle un matiz, y es que España, a pesar de sus muchas contradicciones, no es un país conservador, pues nuestra historia común nos ha marcado la memoria con las cicatrices indelebles de monarcas corruptos, aristocracias culpables, políticos sanguijuelas, terratenientes ineptos, cleros encanallados y arribistas colaboradores. Son datos que no se olvidan, que forjan el carácter. Y si la gran mayoría de los votantes descendemos de quienes sufrieron las consecuencias de esa historia, ¿tiene lógica que el PP -la derecha rancia, por mucho camuflaje de cirugía plástica que le hayan hecho- se afiance en sus posiciones? Hasta ayer parecía probable, tal era el desconcierto de un PSOE -el único grupo de la izquierda con capacidad de ganar elecciones- marchito y desconcertado a causa de sus propios excesos. Pero ahí está de repente José Borrell, el underdog en quien nadie confiaba. Ante él, en su propia casa, tiene un camino difícil y lleno de maraña. ¿Lo dejarán desbrozarla? El 34º congreso de los socialistas fue un ejercicio público y rastrero de lo que no debe ser el funcionamiento de un partido. Tras la dimisión de Felipe González, durante lo que se llamó "la noche más larga del PSOE" -la noche de las intrigas-, los ciudadanos asistimos al más descarado cambalache de puestos, secretarías y áreas autonómicas fantasmas a repartir entre unos barones que se niegan a aceptar que su tiempo concluyó. Al final, la montaña dio a luz un ratoncito y la renovación prometida se quedó en agua de cerrajas, ya que los que mandaban siguieron mandando. Los barones, ésa es la avería que hace chirriar a una máquina centenaria que en vez de ser barca de paso, a la que uno se sube momentáneamente para cambiar el mundo, se ha convertido en proveedora de empleos vitalicios. Es humano, sí, tratar de asegurarse el sustento cuando aparecen las canas y el único trabajo útil que se ha desempeñado (o casi) fue gobernar, pero no a costa de obstruir el motor de la historia. Joaquín Almunia es un hombre valioso, abierto y necesario. No puedo afirmar lo mismo de su entorno, ese enjambre de gerifaltes engreídos que deberían de hacer las maletas y regresar de puntillas a su pueblo, olvidar que una vez fueron noticia perenne en la televisión y hacerse a la idea de que durante el resto de sus días serán sólo carne de hemeroteca (en lo que respecta a los barones que trapichean desde el PSPV -la filial valenciana-, no es necesario que dé los nombres, son de sobra conocidos). Gracias por los servicios prestados, señores, hicieron ustedes una ingente labor por mucho que les pese a los de siempre, demuestren ahora su grandeza, tengan decoro, váyanse.

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