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Reportaje:

La guerra de los lamas

Tres asesinatos en el entorno del Dalai Lama revelan una lucha política y religiosa que amenaza su liderazgo

La meta del budismo es desengancharse -en perfecta paz con uno mismo y con la creación- de la eterna rueda de reencarnaciones, es decir, de la eterna secuencia de deseo que acarrea sufrimiento que a su vez acarrea deseo que a su vez acarrea sufrimiento. Pero el Dalai Lama y su entorno parecen de momento muy lejos de esa meta y se ven condenados a seguir sufriendo las angustias del exilio y, ahora, con sangre en casa. El asesinato de tres lamas a unos centenares de metros de la alcoba del Dalai, hace año y medio, desemboca hoy en una sorda guerra político-religiosa dentro del exilio tibetano. Incluso el liderazgo del Dalai está amenazado.Dharamsala es una plácida localidad de Himachal Pradesh (India, frontera con el Tíbet). Dharamsala es universalmente conocida por albergar el exilio del Dalai, quien vive propiamente en McLeod's Ganj, unos cinco kilómetros arriba. A medio kilómetro de la residencia está el monasterio del Divino Rey. Allí, mientras dormían, el 4 de febrero de 1997 fueron asesinados -no menos de 15 puñaladas cada uno, y las paredes de las celdas salpicadas de sangre- tres monjes del entorno del Dalai.

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La policía india no ha detenido aún a los asesinos, pero sí establecido que los asaltantes, tras huir, contactaron en Nueva Delhi con una secta tibetana desconocida en Occidente, los shugden.

China los conoce, y ha intuido que apoyarlos introduce una cuña en el corazón del exilio tibetano. Pekín está apoyando la restauración en el Tíbet de templos shugden. En círculos del exilio, el Dalai es criticado -e incluso dentro del Tíbet hay jóvenes que propugnan la violencia contra los ocupantes- por haber adoptado ante China una postura contemporizadora. «No hay disensiones en el entorno del Dalai sobre qué hacer para que nuestro pueblo sea libre», dijeron a EL PAÍS responsables de la Casa del Tíbet en Delhi. Las recientes manifestaciones de tibetanos en la capital india contra China -en las que un lama se autoinmoló con fuego- parecen indicar que la postura oficial del Dalai quiere rearmarse de firmeza.

Los shugden son una secta minoritaria de la rama guelukpa del lamaísmo (budismo tibetano), identificables por sus penachos tipo romano de color amarillo chillón. Su advocación oficial es el Dorye Shugden, una deidad probablemente antecesora de San Jorge, pero que en vez de dragón pisotea cuerpos humanos chapoteando en sangre y, montado en un león y bien pertrechado de armadura, blande espadón. A veces se le representa con cara colmilluda y fruncida (de lo que no hay que inferir nada, puesto que la espiritualidad lamaísta emplea imágenes no precisamente pacíficas para hablar de la guerra a los vicios).

Las muertes de McLeod's Ganj explican la nutrida escolta que el Dalai llevó en su última gira europea, en la que visitó Cataluña y el País Vasco. Y en Nueva York acaban de recibirle lamas estadounidenses con pancartas de: «Por favor, danos libertad religiosa». Los lamanólogos ven detrás la mano de los shugden, y Helen Tworkov, directora de Tricycle, revista budista de Estados Unidos, habla de «la cara oculta del Tíbet».

Ya a raíz del crimen de Dharamsala un experto occidental fue tajante: «Para mí no hay duda de que detrás del crimen están los shugden». Así hablaba en el semanario estadounidense Newsweek Robert Thurman, autor del catálogo de la exposición Arte Sagrado Tibetano que en 1996 programó La Caixa en Barcelona y padre de la actriz Uma Thurman. Robert Thurman definía a los shugden como «los talibán del budismo tibetano». Los shugden consideran poco menos que herejes a la secta mayoritaria Nyingma, que lleva sombrero púrpura.

El Dalai, hasta 1976, oraba entre otras deidades al Dorye. Pero luego empezó a distanciarse públicamente, y justo en 1996 prohibió ese culto. En Londres un portavoz shugden denunció la represión y profetizó: «Si se produce una división en la elite guelukpa, habrá sangre en los monasterios y asentamientos». La hubo.

El Dalai ha acusado en la prensa occidental a los shugden de ser «un obstáculo a la libertad religiosa», y de que sus formalismos contradicen la «tradición de coexistencia» de todas las ramas del budismo tibetano. «Algunas personas», acaba ahora de declarar al semanario estadounidense Time, «equiparan a su deidad con el Buda. Eso es una desdicha».

La institución del Dalai -pese a las reencarnaciones que hasta ahora han permitido mantener una línea sucesoria- no existe desde siempre, sino desde el siglo XV: la dinastía surgió precisamente de la estirpe del fundador de los guelukpas, Tsong Japa.

El máximo líder shugden, Geshe Dragpa Gyaltsan, tras los asesinatos, propuso al Dalai una entrevista cara a cara con el mismísimo Dorye con la ayuda de «tres o cuatro» mediums, método, asegura, practicado por él mismo a menudo. Gyaltsan cree que sus correligionarios «serán vistos al final como las joyas del budismo tibetano». De momento, al abrir el joyero, lo que salpica es sangre fresca.

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