La píldora azul
BEGOÑA MEDINA Es posible que los impulsos del corazón y los de la carne estén situados en compartimentos estancos. Como el corazón humano ya no es fuente de aquella sed de amor de los románticos sino surtidor de conflictos y metáfora altamente sospechosa, como el amor dejó de ser misterio cuando alguien descubrió que fluía por los mismos senderos químicos que el estrés, no deja de ser coherente el hecho de que los problemas sentimentales se resuelvan con una píldora. Además, tenemos la fortuna de poder comprarla en Gibraltar a buen precio. En este mundo que nos desvive hay que tener la temperatura baja para poder pensar y no nos debería extrañar que busquemos el método de subirla artificialmente para consumir sus efectos cuando nos convenga. Pocas cosas van quedando pendientes del azar. Despacio pero seguros vamos menguando la lucha contra la suerte a base de una oferta consumista que incluye al sexo, pero me preocupa que perdamos la capacidad de distinguir dónde acaba esa suerte y comenzamos nosotros, en qué momento cosas tan importantes como la salud y el bienestar dependen de nosotros mismos. No es que yo tenga nada en contra de la farmacología, sino que me produce cierta desazón pensar que acabaremos comprando en el supermercado la felicidad, las promesas y la suerte. Una vez cubiertas las necesidades y las ansias satisfechas podremos alcanzar una conciencia feliz inmune a las desgracias ajenas y a las injusticias. Dado el éxito de las pastillas azules se diría que existen muchos aspectos de la vida y complejidades del alma subordinados a la sexualidad. Va a resultar que Freud tenía razón. El hilo del equilibrio es siempre tan frágil que nos cogen de improviso nuestras propias reacciones. Tan sorprendente me parece que a Pessoa -o a cualquier otra persona que así le ocurra, pero recordamos mejor a los hombres y mujeres eminentes- le interesara muy poco la sexualidad, la propia porque le daba poca importancia a sí mismo y la ajena por pudor a meterse en la vida de los demás, como el sexo de consumo; un afán, quizá, de conseguir el elixir de la eterna juventud, o de acabar con la desdicha poseyendo objetos efímeros. También puede que se trate de la sabia naturaleza que, preocupada por la desatención que nos prestamos los unos a los otros, busca cualquier resquicio para perdurar. Una vez que hemos solucionado la tristeza, cuando ya apenas se nos resiste la depresión, resulta que acabamos siendo lo que hacemos todos los días y así no hay posibilidad de entusiasmo. ¡Valiente problema! No hay más que embotellar y vender ese entusiasmo. ¡Qué mejor descubrimiento que una píldora para disfrutar instantes resplandecientes en los momentos libres! Ahora que tanto se valora lo que se posee no es cualquier tontería. Decía Cortázar que el hombre es el animal que hace inventarios: "tengo diez hectáreas, un caballo tordillo, una nubecita en forma de corazón". Ahora habría que añadir: "y diez pastillas de viagra". Puede ser magnífico, pero no lo puedo remediar: me agobia que todo lo podamos consumir.
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