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El pluralismo moral, en serio

Adela Cortina

Cuando Ronald Dworkin publicó su ya célebre libro Los derechos, en serio no vino sino a poner sobre el tapete algo sobradamente sabido, y es que conviene pensar en serio una buena cantidad de asuntos públicos, porque mucho nos jugamos en enfocarlos bien o mal. Uno de ellos es la construcción de una sociedad moralmente pluralista, sobre todo en aquellas que, como la nuestra, han pasado hace poco tiempo de orientarse oficialmente por un código moral único a reconocer, también oficialmente, que los ciudadanos profesan diversos códigos morales.Es ésta una experiencia compartida por la sociedad española con distintos países de América Latina, pero también con los llamados países del Este. Con la diferencia de que en los países latinos el código originario venía dado por un sector del catolicismo; en los países del Este, en cambio, por un sector del marxismo. El drama, sin embargo, era muy semejante en ambos casos en lo que a la moral respecta, ya que el código oficialmente impuesto sólo podía ser aceptado en realidad por fe: fe en la revelación divina, a través de una iglesia, fe en unas leyes de la historia interpretadas por el partido. Y la fe, conviene no olvidarlo, es opción personal e intransferible, razón por la cual es en realidad imposible imponerla.

Ésta es, en lo que a lo moral se refiere, la gran tragedia de todos los países moralmente «monistas», de aquellos países, como los islámicos, que oficialmente imponen respuestas únicas ante las grandes preguntas sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la justicia y la felicidad, sobre el valor del trabajo, sobre la eutanasia o la ingeniería genética. Ésta es la tragedia: que las respuestas a estas preguntas han de convencer personalmente y no vale en su caso la imposición. Sin embargo, los países que realizan el tránsito desde una sociedad moralmente monista a una democracia liberal no por eso han resuelto ya todos sus problemas, sino que conviene pensar el tránsito en serio, no sea cosa que, en vez de acceder a un bien cuidado pluralismo moral, recalemos en lo que Weber llamó el «politeísmo» de los valores éticos, el «politeísmo axiológico», que tiene, entre otras, una oceánica laguna: la de no permitir a los distintos grupos de ciudadanos construir nada juntos.

En efecto, la transición a la democracia liberal desde los distintos tipos de confesionalismo suele producir un profundo desconcierto en el ámbito de los valores morales. Acostumbrada buena parte de la ciudadanía al monismo, puede interpretar el hecho de la diversidad de perspectivas al menos de tres formas: como expresión de un vacío moral, como un politeísmo de los valores éticos, o como expresión de un pluralismo moral. A mi juicio, la primera salida es impracticable por inexistente; la segunda, practicable, pero indeseable; la tercera muestra un proyecto en el que merece la pena trabajar, porque responde a lo mejor de las aspiraciones humanas.

En lo que se refiere al célebre vacío moral, del que se hacen lenguas los apocalípticos, conviene recordar que tan imposible es que existan sociedades sin valores morales como que existan personas amorales, situadas más allá del bien y del mal. Bien ha mostrado, por el contrario, esa tradición hispana de Ortega, Zubiri, Aranguren y Pedro Laín que no hay personas amorales, que todo ser humano opta por unos valores u otros, pero nunca carece de toda moral.

Sin embargo, que al monismo suceda el politeísmo en cuestiones morales no es cosa extraña, sino bien comprensible, sobre todo teniendo en cuenta el movimiento pendular al que nos tiene acostumbrados la historia. En breve plazo hemos pasado del entusiasmo por la política al desencanto político y a la exaltación de la sociedad civil; de la preocupación por los derechos sociales a un trasnochado neoliberalismo, presto a socavar las bases del Estado social de justicia, y no sólo del Estado del bienestar.

No sería de extrañar, pues, que al imperio del código moral único sucediera una Babel de los códigos morales defendidos por los distintos grupos, una disparidad tal entre ellos que resultara imposible encontrar un espacio común de diálogo, desde el que enfrentar conjuntamente los retos éticos. Y es en esto precisamente en lo que consiste el politeísmo ético, en creer que cada grupo opta por una escala de valores de un modo tan arbitrario que es imposible descubrir puntos de encuentro. O, lo que es lo mismo, que las cuestiones éticas son totalmente «subjetivas».

En reforzar la idea de que el politeísmo moral reina en nuestro país están interesadas al menos dos especies de ciudadanos. En principio, los que desde determinados medios de comunicación entienden que venden más el conflicto insuperable y el insulto palmario que el diálogo sereno, encaminado a descubrir qué es lo que ya une y dónde empiezan las discrepancias, sobre las que es recomendable continuar dialogando. Resulta más sencillo sin duda atraer la atención del espectador con discusiones montadas sobre posiciones contrarias irreductibles, o al menos aparentemente irreductibles, que realizar el esfuerzo de hacer atractivo el diálogo inteligente: «Derecho a morir dignamente» frente a «Pro vida», Greenpeace frente a defensores a ultranza de las centrales nucleares, fundamentalistas laicistas frente a fundamentalistas creyentes. Con esto -dicen- el espectador atiende, comenta el programa en el trabajo, y queda convencido de que el pluralismo consiste en la imposibilidad de diálogo.

Pero también una segunda especie de ciudadanos se interesa por reforzar el politeísmo, y es la de quienes, en unos grupos u otros, no tiene más identidad que la de distinguirse de los contrarios. ¿Qué sería de los fundamentalistas ecologistas, nuclearistas, laicistas, creyentes, nacionalistas, etcétera, si se quedaran sin oponentes igualmente fundamentalistas? ¿Qué ocurriría si descubrieran unos y otros que en realidad es mucho lo que comparten y que les permite responder conjuntamente a una buena cantidad de los desafíos morales que conjuntamente se les presentan? El fundamentalista es el tipo de animal que se alimenta de la discrepancia y muere cuando descubre que es mucho lo que le une a otros, aunque también existan desacuerdos.

Y es en esto último en lo que consiste el pluralismo moral, en percatarse de que no puede haber un código único si no es por imposición (monismo), pero también en tomar nota de que la total disparidad de códigos paraliza cualquier intento de actuación conjunta (politeísmo). El pluralismo, por su parte, invita a ir más allá de la ley del péndulo y a superar en un tercero los dos movimientos anteriores. De igual forma que urge articular sociedad civil y Estado, derechos sociales y ciudadanía activa en una tercera fase, superior a las dos anteriores, es urgente reforzar un pluralismo moral, consciente de que hay ya valores compartidos por los distintos grupos, que permiten construir la sociedad juntos.

Componen esos valores un mínimo ético irrenunciable, una «ética mínima», como creí oportuno llamarle hace ya años; unas exigencias innegociables de justicia, que debemos transmitir en la educación, y desde las que tenemos que ir respondiendo conjuntamente a retos comunes como la inmigración o el terrorismo, la eutanasia y la ingeniería genética, la crisis del Estado de justicia, la globalización económica, la inmoralidad del paro, la perversidad del hambre y la muerte involuntaria. Si no hay un sentir común en estas cuestiones de justicia, las resolverán quienes tengan poder fáctico para hacerlo, que no suele ser, por desgracia, quienes tienen razón.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia.

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