La batalla será en el centro
Cuando, durante la semana próxima, tenga lugar el debate sobre el estado de la nación se comprobará hasta qué punto recientes acontecimientos han convertido el escenario político español en digno de interés. En sus memorias, recientemente editadas, José María Sagarra afirma que a una determinada edad cualquier persona se siente como un árbol cargado de frutos -los recuerdos- y experimenta la necesidad de ser sacudido para librarse de ellos. En política algo parecido sucede en el periodo electoral con los candidatos, pero antes hay ocasiones singulares para ver cómo prospera la cosecha. El flujo de los días va decantando la decisión del elector hasta el momento final.No siempre, sin embargo, las cosas funcionan así. En ocasiones lo que predomina es un vértigo que no permite el juicio ponderado e induce a un voto por razones sentimentales o no tan meditadas. Siempre que razones demasiado evidentes condenan a uno de los contendientes principales, la decisión del elector se aleja de la estricta racionalidad derivada del detenido examen de talantes y de programas. Algo así sucedió en 1982 y 1996. Todo induce a pensar, sin embargo, en los momentos presentes, que lo sucedido en esas dos ocasiones no se repetirá. Volveremos, entonces, a una situación de normalidad. En ella el resultado será disputado en el no tan amplio margen del sector central del electorado.
Lo curioso es que, siendo todo ello previsible, hoy el punto de partida de los dos candidatos principales dista de ser el óptimo. Se ha quejado Borrell de que el debate del estado de la nación se pueda convertir en un modo de juzgarle a él y no al presidente del Gobierno. Tiene razón, pero, como recién llegado al primer plano de la política española, es inevitable que así suceda. El candidato del PSOE está en uno de esos escasos momentos dulces que proporciona la política. Alzado sobre la peana de las primarias -mérito principal de su contrincante en ellas-, su posición resulta más frágil de lo que parece. Hubiera bastado una impresión de desunión en el partido para que las encuestas dieran un resultado muy diferente al que parece apreciarse en los últimos días. Pero su problema más grave consiste en que quienes somos electores de centro en principio hubiéramos deseado -por razones de pura competitividad electoral- la victoria de Almunia. Es muy posible que Borrell deba hacer ese género de operación que puede parecer cínica pero a menudo es imprescindible: ganar en el partido con un programa y conquistar el electorado con otro. No sería novedoso: ya lo hizo González.
Existe expectación acerca de esa posibilidad, pero también acerca de la flexibilidad de que sea capaz Aznar para aprender. Del talante gubernamental últimamente lo que más sorprende es una actitud, a menudo insufrible, de suficiencia engallada. De acuerdo con ella, no se debe sacar lección alguna de lo que pasa, no se cometen errores y entra dentro de lo normal el uso sesgado de los resortes del poder en beneficio propio. Todo eso es tan normal y espontáneo como aquel viaje que hizo González en el Azor (y que, por fortuna, no se repitió). El Azor de los populares consiste ahora, por ejemplo, en el inmoderado exhibicionismo de la cónyuge. Esas cosas a medio plazo se pagan.
Suárez cautivó a interlocutores tan distintos como Marías y Tierno por el procedimiento de reconocer sus limitaciones. Sin llegar a eso, conviene saber que el peor peligro de los alpinistas de la política es el mal de altura y que éste afecta de modo especial a los más diminutos. A los electores centristas, el Gobierno de Aznar nos ha decepcionado pronto y mucho. Todavía puede cambiar, porque el poder embriaga pero también en algunas ocasiones, por excepción, transfigura. De dos cosas debieran estar seguros los dirigentes del PP: deben cambiar, y no nos van a convencer por las buenas sacando ocasionalmente en procesión cuaresmal a esos ministros de mejor ejecutoria y éxitos dignos de alabanza. Eso valió una vez, pero no sirve para siempre. Un consejo final: no confíen demasiado en la perversión del adversario. Es cierto que no hay en Europa ningún ex ministro del Interior procesado, pero tampoco ningún vicepresidente acusado de contactos indirectos con un criminal.
Lo dicho: esto se pone interesante.
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