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Tribuna
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La solución

Hace poco solicité por teléfono un taxi y me mandaron uno dotado de mampara. Yo soy bastante altito, no es por presumir, así que en situaciones como ésta no tengo más remedio, en legítima defensa, que adoptar con las extremidades inferiores una postura semifetal. No basta, pues incluso con las piernas plegadas mis rodillas chocan con el inoportuno parapeto, produciéndose la desagradable sensación de que se han convertido en muñones. Además, como ni yo soy en realidad un feto, ni el taxi un útero, suelo experimentar un conato de claustrofobia aunque el recorrido culmine en el aeropuerto de Barajas, expresión máxima, por cierto, de esa tecnología nuestra, tan entrañable como perfecta, que nos conduce, de hecho nos ha conducido ya, al anhelado olimpo de la convergencia europea.No era el único problema: aunque el vehículo en cuestión lucía una tajante prohibición de fumar, lo cierto es que hedía a tabacazo muerto, todo un fall-out tabaqueril. Llamé la atención del señor conductor sobre lo contradictorio del caso y el hombre se disculpó como pudo. Dijo que se lo había prestado un coleguilla y que él, la verdad, no era capaz de dominarse. Sin embargo, me animó a abrir de par en par las ventanillas, muy comprensivo, cosa que hice en el acto, consiguiendo llegar a la gema de la aviación civil congelado, medio gaseado aún pero todavía con vida.

De modo que a la vez siguiente, curado en salud, solicité a la misma empresa un taxi sin mampara y, en fin, para no fumadores, a ver si en esta ocasión me sonreía la suerte. No fue así: el corpulento taxista que vino a buscarme no tenía mampara, ni su vehículo olía a tabaco, pero presentaba también ciertos inconvenientes. Por ejemplo, que, nada más arrancar, inflamado aparentemente por la portada de un periódico madrileño que blandió un momento (no era éste), me espetó que él tenía una solución para el problema vasco. Intuí, por su vehemencia, que tal solución sería, seguramente, cualquier barbaridad, así que no le di réplica, adoptando una actitud flemática y distante. No me sirvió de nada, pues él seguía, erre que erre. "¡Vamos, le digo yo a usted que, si me dejaran a mí, yo lo solucionaba en cuatro días!". Silencio. "¡Cuatro días!". Más silencio.

No habíamos recorrido ni cuatrocientos metros cuando topamos con el primer semáforo rojo, y entonces sucedió algo que rebasaba con creces mi capacidad de asombro y espanto, a saber, que el señor taxista puso un bloc de notas sobre el salpicadero y dibujó en un momento tres rectángulos en línea recta. El semáforo se tornó verde, proseguimos la marcha y él continuó su monólogo: "Sí, señor, en cuatro días, ¿qué digo yo?, tres". Y entró de lleno en materia: "Esto son tres furgonetas. Se llena la de en medio de explosivos. Se pulsa el detonador y... ¡menuda la que se arma!". Horrorizado, mantuve el silencio.

El hombre estaba lanzado, entusiasmado con su plan, y prosiguió con pormenores abiertamente sádicos que prefiero obviar.

Ésa era la solución.

¿Qué podía hacer yo, en medio del tráfico de Madrid, en hora punta y con el tiempo justo para coger el avión? ¿Intentar convencerle, muy finamente, de que aquello era una burrada? ¿Argüir con él, empleando razonamientos sutilísimos? ¿Insultarle, tornando contra mí su violencia? ¿Bajarme, reclamar mi maleta, arrostrar sin duda una situación violenta, renunciar al viaje...?

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Y siento decir que mantuve el silencio, abochornado conmigo mismo. Además, acaso fueran sólo bravatas de un exaltado.

Pues no, pues no. Siguió diciendo que el sistema funciona muy bien, que él había servido como mercenario en Suráfrica precisamente para preparar este tipo de atentados, que "hay que ver cómo caían los negros, desgraciados, qué risa, si es la única manera de meter a la gente en cintura...".

Llamarle asesino, salvaje, cobarde, canalla, evocar a su santa madre. Romperle el cráneo de un mazazo..., pero yo no llevo mazos, no mato nada, ni toros, ni venados, ni gallinas, ni cucarachas, y mucho menos taxistas. De modo que proseguí hasta el aeropuerto en silencio, avergonzado de la especie humana. Avergonzado de mí.

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