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El gigante asténico

Lluís Bassets

Poco después de la medianoche del sábado, ya 3 de mayo, Wim Duisenberg, el presidente del banco central holandés, leyó en la sala del Consejo, ante los 45 jefes de Estado, primeros ministros y ministros de Exteriores y de Economía de los 15 países socios de la Unión Europea un extraño comunicado que constituía la pieza de ensamblaje imprescindible para la nueva moneda europea, el euro. Duisenberg comunicaba al Consejo Europeo su aceptación del nombramiento como presidente del Banco Central Europeo, la institución que velará por la nueva moneda, pero introducía una curiosa reserva, insólita en alguien a quien se va a nombrar para un cargo. Aunque el Tratado de Maastricht prevé que el mandato del presidente dure ocho años, el holandés aseguraba que, por razón de su edad (62 años), se jubilaría en el 2.002, «cuando los billetes y las monedas nacionales hayan sido retirados». Y, por si hubiera alguna duda sobre el carácter de su decisión, añadía: «Es decisión mía y sólo mía».En las conferencias de prensa rituales que cada uno de los representantes de los Quince celebra por separado al final de toda cumbre europea, tanto el presidente francés, Jacques Chirac, como el canciller alemán, Helmut Kohl, subrayaron, ante la incredulidad de los periodistas, que Duisenberg había tomado esta decisión «voluntariamente». Chirac tuvo que pedirles encima que no se rieran. Algunos comentaristas, los franceses, por ejemplo, han escrito que no se veía algo así desde los juicios de Moscú, cuando los purgados confesaban sus supuestos crímenes en declaraciones perfectamente amañadas.

Por lo que se ve, es difícil que la Unión Europea proporcione a sus ciudadanos buenas noticias. El telespectador o el radioyente de uno de esos largos y aburridos fines de semana sin novedades sabe que como mínimo cada medio año se desarrolla un curioso pugilato entre primeros ministros europeos, casi siempre por dinero, en ocasiones por incomprensibles asuntos de votos y de vetos, y también de vez en cuando simplemente porque sí, es decir, por ver quién saca más pecho e impone su absurdo criterio a los otros 14 países socios. Estas reuniones suelen suceder siempre a deshora, se prolongan innecesariamente hasta la madrugada y, aunque pretenden mantener en vilo a los europeos amenazándoles con males de toda especie, al final siempre se llega a un acuerdo que no contenta a nadie pero permite a los púgiles hacerse una foto de familia todos juntos y sonrientes.

La Unión Europea no pierde así oportunidad alguna para flagelarse e incluso, cuando alumbra excelentes inventos, para convertirlos en motivo de desprestigio y de discordia. Esto es lo que ha sucedido en Bruselas el pasado fin de semana, cuando los Quince no fueron capaces de nombrar al presidente del Banco Central Europeo sin pasar por el episodio, al parecer obligado, de una pelea descomunal, acompañada incluso por el ridículo.

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El presidente francés, Jacques Chirac, apoyaba a su candidato, el actual banquero central francés, Jean-Claude Trichet. Todos los otros socios apoyaban o estaban dispuestos a votar al candidato holandés, Wim Duisenberg. Chirac venía anunciando su veto a cualquier candidato que no fuera el suyo y se mostraba dispuesto a aceptar el mandato compartido, cuatro años Duisemberg y cuatro Trichet, algo que está en contradicción con el Tratado de Maastricht y con la mínima sensatez que aconsejaba dar al nuevo gobernador del banco europeo toda la autoridad que requiere la confianza debida a la moneda naciente.

Con el gesto de vasallaje del banquero ante los representantes del poder político, Francia ha conseguido varios objetivos, dos de ellos nada buenos para la futura moneda única. En primer lugar, consagrar el valor del doble lenguaje y de la hipocresía en política europea. En las reuniones se amenaza con vetar y bloquear el euro, y en las declaraciones todos asumen las decisiones como libres y voluntarias. En segundo lugar, reafirmar la primacía de los intereses políticos particulares de cada uno de los Quince por encima de los intereses monetarios de todos e incluso de los intereses políticos comunes. Chirac puede estar orgulloso de imponer a su candidato, Trichet, tan monetarista como Duisenberg, para el año 2002 con el único fin explicable de mostrar quién manda aquí. Pero en tercer lugar, y éste es el bueno, Francia ha demostrado, por si hacía falta una vez más, la necesidad de avanzar hacia la unión política que evite precisamente la utilización arbitraria del derecho de veto y que equilibre los poderes de un banco central ahora sin ni siquiera el contrapeso de un gobierno económico europeo.

La fórmula elegida en la cumbre de Bruselas es humillante para todos. Para Chirac, que cosecha las risas de los enviados especiales franceses en sus propias barbas y sabe que lo único vinculante jurídicamente es el nombramiento de Duisenberg para ocho años -haya o no advertencias sobre jubilaciones anticipadas-. Para Helmut Kohl, que regresa a Bonn políticamente derrotado justo cuando acaba de ceder el marco alemán a la UE y se prepara para unas difíciles elecciones generales ante el candidato socialdemócrata en ascenso, Gerhard Schröeder. Para Duisenberg, que empieza con escasa autoridad su mandato como gobernador central.

La presidencia semestral británica de la UE queda también tocada para un Tony Blair que no supo llevar a la cumbre sus deberes terminados. Es un postulado del sistema de trabajo europeo que no puede llegarse a un Consejo Europeo con el tictac de una bomba de relojería que no ha podido ser desactivada en las numerosas reuniones preparatorias previas y en el tour de las capitales que suele hacer el primer ministro que preside. El llamado eje franco-alemán, que solía ser el motor de los grandes avances en la construcción europea, no tan sólo ha demostrado una avería enorme, sino que ha quedado más averiado que nunca con el trato inamistoso que se han proporcionado los dos grandes vecinos continentales. La independencia del futuro BCE queda por el momento en un postulado que requerirá una rápida comprobación, probablemente en forma de algún gesto de reafirmación del propio Duisenberg.

Todo esto se produce porque, al revés de lo que pudiera parecer a primera vista, los Quince están comandados ahora por un grupo de gobernantes políticamente muy débiles y obcecados por su propia debilidad. La mayoría de los mecanismos que tradicionalmente

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han servido para desactivar las crisis ahora o no existen o se hallan agarrotados. Los árbitros de los conflictos han desaparecido. El presidente de la Comisión, Jacques Santer, no tiene ni la fuerza ni la autoridad de su antecesor, Jacques Delors, para arrancar compromisos o plegar a los díscolos apelando al mínimo espíritu de familia imprescindible para tomar decisiones difíciles. Los ministros de Asuntos Exteriores, que asumían hasta hace bien pocos años el papel de arbitraje político permanente de los conflictos a través del Consejo de Ministros de Asuntos Generales, apenas tienen fuerza ni siquiera en sus respectivos Gobiernos, en la mayoría de los casos porque no están en el mismo partido que el jefe de Gobierno, sino en la fuerza política coligada. La presidencia en ejercicio -el Reino Unido-, para remachar el clavo, ni siquiera forma parte del grupo de países que se incorpora a la moneda única y a su Banco Central.

Sin mecanismos para el compromiso y el arbitraje, sin personalidades con capacidad de iniciativa y de liderazgo, y sin confianza mutua entre los socios, es muy difícil que los Quince consigan tomar decisiones correctas y venderlas como buenas a la opinión pública internacional. Si a pesar de tantas desgracias y desavenencias las cosas no se tuercen y los mercados bursátiles y monetarios aceptan positivamente la moneda naciente, es porque el rumbo es bueno y la inercia conseguida en los años anteriores, desde el mercado único, es enorme. A reforzarla se han dedicado, ciertamente, los únicos que cumplen con su papel en esta función, los ministros de Economía y su consejo Ecofin (Economía y Finanzas), que han ido completando todos los trabajos técnicos para el alumbramiento, pero no han podido aportar lo que no tienen ni les pertenece, que es el impulso político.

Delors lleva toda la razón en señalar que «ahora hay que hacer la unión política». Pero hay que hacerla enseguida, antes que la falta de voluntad de los Quince, este gigante económico sin fuerza ni voluntad política, arruine la futura vida de la UE y quién sabe si de la propia moneda.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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