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Dos sillasMIQUEL CAMINAL BADIA

La gran burbuja de las primarias socialistas no se ha disuelto todavía. Cuando lo haga se podrá ver con mayor claridad en qué consiste el llamado efecto Borrell. De buenas a primeras sólo se puede decir que el candidato socialista a la presidencia del Gobierno ha ganado porque posee un carisma de situación, es decir, un carisma derivado de sus condiciones personales de liderazgo proyectadas en un ambiente de crisis. Porque no debería olvidarse que el PSOE no ha superado la crisis abierta por la dimisión de Felipe González. Si así fuera, no habría habido primarias, o bien habrían sido plebiscitarias. Es muy fácil comprobarlo. En la hipótesis de que no se convoque un congreso extraordinario, puesto que si se hiciera confirmaría la evidente crisis, pueden suceder dos cosas: que Borrell gane o pierda las elecciones generales. Si sucede lo primero, Almunia quedará en una muy precaria posición que le obligará a dimitir, o bien a asumir la devaluación real y estatutaria de la figura del secretario general; si sucede lo segundo, el problema orgánico queda automáticamente resuelto porque Borrell sólo era candidato. ¿Resuelto? No está claro, porque las elecciones las perderían Borrell ... y el PSOE. ¿Afecta ello al secretario general? Es poco estético decir que no. Conclusión: si gana Borrell, pierde Almunia, y si pierde Borrell, también pierde Almunia. La comparación vasca con el PNV no sirve y falla desde el principio: Arzalluz no compite, manda. Un partido fuertemente institucionalizado puede tener serios problemas políticos y orgánicos con las elecciones primarias si no se separa el liderazgo de partido de la libre competencia para la nominación de candidatos a las elecciones locales, autonómicas o generales. Puede ser distinto, aunque no es seguro, en partidos poco institucionalizados donde distintos liderazgos y fracciones compiten previamente en primarias bajo la neutralidad arbitral de la estructura orgánica. Son dos modelos de partido difícilmente conciliables porque el primero es una institución que constituye un fin en sí misma y que vincula los máximos órganos de dirección interna con la correspondiente mayor relevancia pública en las instituciones del Estado, mientras que el segundo es una institución que sirve de medio, o maquinaria electoral, al servicio del objetivo prioritario de ocupar el mayor número posible de cargos públicos del Estado. El primer modelo adopta unas estructuras organizativas más rígidas y verticales, así como un funcionamiento más disciplinado y dependiente de los cargos públicos; el segundo modelo introduce una mayor flexibilidad y horizontalidad en los distintos niveles organizativos, y permite una mayor independencia y libertad de acción de los cargos públicos. El primero se corresponde más con la tradición histórica de los partidos europeos y el segundo se acerca más a la de los partidos norteamericanos. Quizá es posible la evolución o transformación de un modelo hacia el otro, pero dudo mucho sobre la estabilidad de una solución híbrida. Es decir, el terreno de nadie que el PSOE está pisando justo en este momento. De todos modos, lo más importante es no caer en la ingenuidad de que las primarias serán una panacea que resolverá todos los problemas del PSOE y, de paso, pondrá a los socialistas españoles y catalanes como modelo democrático que seguir. Porque el indudable atractivo de las elecciones primarias no puede ocultar sus probables contrapartidas. Constituyen un indiscutible efecto democratizador en el sentido de abrir la elección de los candidatos a todas las personas afiliadas por medio del sufragio secreto, libre e igual. Hasta aquí su impacto democrático incontestable. Pero pueden también contribuir a la consolidación de fracciones que compiten ante todo por el poder, o bien a la sustitución dentro del partido del debate de las ideas por la competencia audiovisual entre los candidatos. De ser así, podrían producirse las siguientes derivaciones, poco recomendables para partidos que se llaman de izquierdas y republicanos: a) la consolidación sin retorno de un partido electoralista bajo un único lema: lo importante es ganar las elecciones con el mejor candidato audiovisual, lo demás es secundario; b) la sumisión de la organización a sus líderes mediáticos, con lo que supone de desactivación de un proyecto político en un sentido republicano, es decir, ideológico, colectivo y participativo, para transformarse en una empresa de profesionales centrados en el mercado de votos; c) la privatización de la política puesta al servicio de los incentivos selectivos y clientelares. Todo esto sucede en la democracia americana y cada vez más en las europeas. Todo lo dicho no contradice el que las primarias puedan ser muy útiles para promover la imagen exterior del partido político y aumentar su radio de acción abriendo vías concretas de relación con sus votantes fieles. Incluso pueden resultar muy positivas como revulsivo y corrección interna de estados de estancamiento, rutina o crisis. Pero un partido no es más democrático en su funcionamiento interno porque sustituya un mandato imperativo por un mandato representativo. Esto sería un retroceso porque la soberanía de los militantes y afiliados puede ser delegada pero no transferida. Hay que defender la democracia interna y participativa dentro de los partidos, aunque parezca un objetivo imposible. Robert Michels tenía esencialmente razón cuando decía que la acción política implica organización; que toda organización tiende a la oligarquización; que de ser inicialmente medio para conseguir unos fines ideológicos, la organización política se transforma en fin en sí misma y para su supervivencia política; que la eficiencia se contrapone a la democracia y conduce a la inamovilidad de los dirigentes profesionales; que la organización política empuja hacia el poder y que todo poder es conservador. Pero un partido político necesita también para sobrevivir incentivos colectivos; que sus miembros compartan unos valores ideológicos y una identidad; que estos valores sean respetados y no traicionados por los dirigentes y cargos públicos; que exista la posibilidad de rotación y renovación en la elección de los órganos dirigentes y en las listas electorales; que el conjunto de los militantes participe en la discusión y resolución de cuestiones políticas relevantes, vinculando con sus decisiones a los órganos dirigentes y funcionarios intermedios. La vida política interna va desapareciendo como práctica democrática si no hay incentivos colectivos y queda reducida a la acción oligárquica de los profesionales y cargos públicos. Las primarias son un incentivo colectivo porque todos los afiliados son tratados por igual para una decisión trascendental, pero también visualizan los incentivos selectivos en competencia. Ahí está su doble cara: el atractivo de la igualdad y el riesgo de la competencia entre fracciones y sus efectos. Se trata, pues, de potenciar su aspecto positivo y de intentar que la libre competencia para elegir el mejor candidato se haga en función de las ideas y no de los intereses de fracción. Borrell ha demostrado que con las ideas se puede incentivar colectivamente a toda una organización, incluso contra los incentivos selectivos de todo un aparato. Maragall no tiene este problema: los incentivos colectivos y selectivos coinciden. El problema es su lejanía. Debe volver para que las dos sillas de Bru de Sala tengan definitivamente nombre y apellidos. Además, el efecto Borrell, si sigue in crescendo, puede transformar su silla en un trono y el defecto Maragall, si sigue ausente, puede hacer que su silla pierda una pata y se quede en taburete.

Miquel Caminal Badia es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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