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Teatros

JULIO A. MÁÑEZ Está claro que un teatro público debe regirse por criterios distintos a los de la rentabilidad económica, pero siempre a cambio de ofrecer una programación de calidad contrastada en sus producciones propias y de estar muy atento a los espectáculos de interés que giran por otros escenarios de nuestro entorno si se quiere completar una temporada decente. Nada de eso parece preocupar en lo más mínimo a los responsables de nuestro teatro público desde hace, al menos, un par de años. La errática trayectoria del Teatro Principal, sin ir más lejos, movería a risa de no resultar tan trágica. La desidia, el desdén hacia la dignidad estética y la desorientación de que hace gala son de tal calibre que llevan a preguntarse si a la persona encargada de su programación le ha tocado el carnet de ojeador en una rifa o si, sin que ello suponga excluir otras hipótesis posibles, siente hacia el teatro mayor esa clase de desapego que a veces se confunde con el autoodio. En cuanto al Rialto, receptáculo inicial de las producciones propias y emblema de la política teatral del ente público, el descalabro es de tal envergadura que resulta plausible la sospecha de hallarnos ante una desatención tan notoria como deliberada. En estas condiciones -que deberían acaso merecer más atención por parte de los diputados de la oposición en nuestras Cortes, en lugar de bailarle el agua a un Zaplana que sueña con el traslado de Hollywood a La Albufera, alentado en su desatino por los recogepelotas de siempre- llama la atención la apertura, cierto que con menos trompetería de la prevista, de un Centro Coreográfico que incluye en sus propósitos la formación y perfeccionamiento de profesionales, cursos, talleres y seminarios impartidos por coreógrafos de prestigio, producciones propias y coproducciones, además de documentación y publicaciones, etcétera. Es decir, exactamente todas aquellas actividades escénicas o a ellas vinculadas que desde las mismas instancias se han liquidado sin miramientos en lo que respecta a su vecino el teatro. Y sorprende todavía más que los danzantes asistentes al acto inaugural de ese Centro exijan a estas alturas un trato igual al que recibe el teatro, con lo que no se sabe si la petición, por exigente que sea, acoge la conformidad a que una vez liquidado el teatro se proceda sin demora a la inhumación de la danza. Todo esto lleva a preguntarse por el sentido que puede atribuirse a la convocatoria de unos premios a las artes escéncias otorgados por la misma institución que contribuye a desdeñarlas, así como a cuestionar los límites precisos de una colaboración susceptible de arropar una normalidad cultural inexistente. En el contexto, desde luego, de esa irrefrenable pasión inaugurativa que lleva a nuestras autoridades a proyectar enormes edificios y otras triquiñuelas sin otro contenido que la palabrería sobre la grandilocuente bondad de sus propósitos. Cuando los millones prometidos al sector audiovisual -para alborozo de los presuntos cineastas que guardan cola en ventanilla por orden de antigüedad o por motivos más estrafalarios- se desvían ahora hacia el equipamiento de colectivos moteros, estamos exactamente ante el mismo escenario de costumbre. Un teatro de operaciones donde la política cultural cede seriedad, acuerdos y presupuesto a las arbitrariedades de la propensión politiquera.

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