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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un eje que chirría

E L DIABLO, ya se sabe, se esconde en los detalles. La cumbre de Bruselas se presentaba como una plataforma para proclamar ante el mundo la buena nueva del nacimiento del euro, un proyecto histórico cuya gestación ha tardado 10 años. Pero se sabía de antemano que, si la cuestión de la presidencia del Banco Central Europeo no llegaba cerrada a la reunión, podrían surgir chispas. Y así ha sido. Si el acuerdo alcanzado en la madrugada de ayer se hubiera anunciado a las seis de la tarde del sábado, se habría evitado un pésimo espectáculo. Las peleas en torno a este detalle se olvidarán pronto y permanecerá el euro. Pero revelan no sólo una áspera lucha de poder entre Francia y Alemania, sino una preocupante falta de coordinación que deja al descubierto profundos desacuerdos sobre la construcción europea.Es de esperar que, una vez lanzado el euro y decidida la composición inicial del Comité Ejecutivo del BCE, Francia y Alemania vuelvan a constituirse en tándem esencial para esta nueva Europa, en la que cada vez chirría más el eje París-Bonn. Durante meses, Francia ha intentado un mayor control político y una mayor presencia francesa en esta poderosa institución que va a ser el BCE. No ha conseguido su objetivo máximo, pero sí el compromiso de que un francés suceda al frente del banco al holandés Wim Duisenberg y que este recambio se produzca en el 2002, a mitad de mandato. Incluso forzando al límite el texto del Tratado de Maastricht.

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La presidencia inicial de Duisenberg es una garantía de autonomía del BCE. Superado el dramatismo, la institución se ha salvado para bien. La autonomía de los bancos centrales ha dado excelentes resultados en Alemania, donde ha permitido un férreo control de la inflación, y desde la experiencia del Bundesbank el modelo se ha trasladado a casi todos los países de la UE y al propio banco que deberá gestionar el euro. Kohl necesitaba la solución Duisenberg para vender el proyecto de la moneda única a unos ciudadanos alemanes reacios a abandonar su seguro marco. En nuestro país, la reciente autonomía del Banco de España ha contribuido de manera decisiva a impulsar el cumplimiento de los criterios de Maastricht.

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Otra cosa es que se reclame una mayor unión económica (y, en consecuencia, política) que acompañe a la unión monetaria y contribuya a coordinar mejor las políticas nacionales. En este terreno, en el que coinciden el presidente gaullista Chirac y el primer ministro socialista Jospin, le asiste a Francia la razón, aunque las opiniones públicas, que miran al euro con cierta ansiedad, no se muestren aún demasiado proclives a avanzar hacia ese gobierno económico de Europa. Pero la propia dinámica del euro lo va a impulsar. Las reuniones de los ministros de Economía y Finanzas de los 11 países participantes -el Consejo del Euro-, aunque informales, se van a convertir en un nuevo centro de poder ejercido de forma colectiva.

A este respecto, hay que señalar que el nacimiento del euro marca un cambio de rumbo en la construcción europea. Ésta ha sido hasta ahora fundamentalmente impulsada por el Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno y por los ministros de Asuntos Exteriores. Hoy queda clara no sólo la importancia de la nueva autoridad monetaria, sino también la de las reuniones de los titulares de Economía. La composición del Comité Ejecutivo del BCE apunta otro cambio importante: de los 11 países del euro están representados los cuatro grandes -Alemania, Francia, Italia y España-, que dejan sólo dos puestos para los más pequeños. Aunque se establece un cierto principio de rotación, se rompe así con la igualdad de los Estados.

Por ello, y ante los retos que se avecinan, es aún más perentorio que París y Bonn acorten una distancia que ha crecido en los últimos años, fruto de la afirmación de la nueva Alemania, de la crisis de identidad que vive Francia desde el fin de la guerra fría y de importantes divergencias de intereses: respecto a la moneda única, a la financiación de la UE, a la reforma de la política agrícola común, al desarollo de una política social, a las relaciones con EE UU y al papel de la OTAN. Incluso ante la crisis de Kosovo.

En estas circunstancias, España podría contribuir a engrasar el eje París-Bonn. Una España sin tentaciones hegemónicas a la que le interesa al mismo tiempo potenciar la autonomía del BCE y una mayor integración de las políticas económicas. Para esta labor necesita no sólo capacidad de interlocución con ambos, sino también desarrollar una política europeísta menos teñida de nacionalismo. El Gobierno de Aznar ha desplegado una firme voluntad de llegar al euro, y ha visto coronada esta ambición. Pero no ha dado indicaciones suficientes de cómo ve el porvenir de la integración europea.

Hacia adentro, una vez alcanzada a tiempo la estación de partida, la cuestión ahora para España es mantenerse en la unión monetaria con holgura. Para ello quedan aún algunos deberes pendientes. Los ciudadanos tendremos que adaptarnos psicológicamente a una moneda que nos devuelve el valor de los céntimos. El periodo transitorio supondrá para las empresas costes adicionales. Pero el verdadero reto se plantea con las reformas estructurales que exige nuestra economía: flexibilidad laboral, políticas efectivas para la formación inicial y permanente de los trabajadores, mayor inversión en investigación y desarrollo, etcétera. Con su entrada en el euro, España renuncia a un instrumento básico de la política económica de las últimas décadas como ha sido la devaluación de la peseta. Su margen de maniobra se estrechará, y deberá concentrarse más en la mejora de la competitividad de sus productos y servicios. Si el efecto positivo y anticipado del euro prosigue e incluso se acentúa, España ha de beneficiarse aún más de esta gran apuesta que ha hecho por el euro y su estabilidad, para acercarse a los niveles de bienestar del conjunto de la UE. Esto es lo que importa. Pues el euro no es un fin, sino un medio.

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