El recuerdo
PACO MARISCAL El último día de abril y en la catedral de Segorbe, el obispo castellonense de Cocentaina, Reig Pla, presidió el inicio de la causa de beatificación de Serra Sucarrats, mitrado de Segorbe en 1936, y de otros 265 católicos más, víctimas de la violencia incívica durante la no menos incívica contienda civil española de los treinta. Como miembros de una confesión religiosa, a los actuales católicos de la diócesis de Segorbe-Castellón, a la Santa Sede de Roma o al obispo Reig, les acompaña toda la razón del mundo y todo el derecho escrito o de tradición oral, para recordar, honrar, beatificar y canonizar a quienes la Iglesia católica considera mártires. Pero es inevitable: estos procesos religiosos obligan a evocar el recuerdo histórico. En Europa y desde el Edicto de Milán, que firmara el emperador romano Constantino, el cristianismo es algo más que una confesión religiosa, y la Iglesia católica ha sido y es una institución social. Estos procesos de beatificación, digo, siempre suscitan una división de opiniones. La historia no tiene sólo una cara, y si volvemos la vista atrás, aparece el odio cainita y la ruptura social envuelta en colores diversos o matices religiosos diferentes. Durante la Guerra de los Treinta Años, que asoló el centro de Europa, los crímenes y desmanes de las tropas imperiales católicas en Calw, ciudad luterana, sólo fueron comparables a los desmanes y crímenes de las tropas de los príncipes protestantes en ciudades católicas. Ayer mismo, los serbios arrasaban parroquias católicas en Croacia y mezquitas en Bosnia; hace como cincuenta años eran extraños misioneros croatas, católicos y ustachis, quienes croatizaban a los serbios de Croacia con un piadoso método expeditivo: "Un tercio de conversos. Un tercio de exiliados. Un tercio de muertos". Así lo explica Bernard Féron, redactor de Le Monde, en su libro sobre los orígenes del conflicto en la antigua Yugoslavia. Si volvemos la vista atrás, las víctimas y los mártires aparecen por doquier junto a las tapias de los cementerios, en las cunetas de las carreteras, delante de un pelotón de ejecución tras un juicio sumarísimo durante la guerra o en la posguerra. Víctimas de muchos colores y creeencias. Por ejemplo y sin tener que viajar a otro rincón europeo, en este rincón valenciano fueron decenas las víctimas, y entre ellos creyentes cristianos, quienes sufrieron martirio y tortura psicológica, y de la otra, durante la posguerra. Hace dos años, los castellonenses María José Martínez y María Josebe Sabater sacaron a la luz pública una serie de escritos de algunos de los condenados a muerte en la prisión de la capital de La Plana entre los años 1939 y 1940; esos escritos son una muestra de cuanto se indica respecto a víctimas y mártires. Y es que la división de opiniones no radica, con la perspectiva que da el tiempo, en el hecho de canonizar o iniciar el proceso de beatificación de determinadas víctimas inocentes de la última guerra incivil española. Esas víctimas, como las otras, merecen toda consideración y respeto. La cuestión radica en que unas y otras víctimas necesitan ser respetadas y recordadas juntas, porque la Iglesia católica, además de una confesión religiosa, es una institución social, y ya tomó partido demasiadas veces. Recordándolos a todos, la Iglesia sería mas ecuménica y universal, más humanista en el sentido de la clásica Antígona. La hija de Edipo veneró la memoria de Eteocles y Polinices, sus dos hermanos, que se dieron muerte mutua en una contienda fraticida. Pero eso fue en la antigua Tebas, no en Segorbe.
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