Uniformes oficiales y oficiosos
Las noches de la Feria de Abril la gente se convierte en marea. Los caballos dejan de dominar el horizonte. Un pedazo de cielo violeta y una nube bruñida en oro despiden el día. El rayo verde sólo se puede buscar en soledad. Y la feria es todo lo contrario. El rayo verde evoca playas desiertas y muchachas preciosas y solitarias. El crepúsculo en el albero es aire de tierra adentro y un horizonte de gritos, risas, bailes... Cientos de miles de personas tomaron el real la noche del pasado viernes. Muchachos con chaqueta azul, pantalón gris oscuro y corbatas apretadas en el gaznate con una impiedad hecha como con tiralíneas. Un grupo de reclutas se montaban en un taxi para regresar al cuartel. Los taxis se renovaban cerca del puente de las Delicias con una celeridad inusitada. Los taxistas se afanaban en recoger clientes con ademanes de voracidad. A veces salían de sus vehículos para abrir el maletero como impulsados por un resorte. Un policía vigilaba que la cola de usuarios no se desmandara. Tres chicas norteamericanas paseaban por el real con trajes de gitana. Algunas casetas estaban a reventar. El chasquido elegante del baile hacía brillar muchas de ellas. Un hombre y una mujer de rasgos amerindios portaban un aparato de música en dirección a la portada. A partir de medianoche el gentío aumentaba todavía más. Chaqueta y corbata y vestidos de gitana son algo propio de la Feria de Abril y, como tal, había muchos. Pero los forasteros y los sevillanos que no van vestidos como marcan los cánones también imponen su ley, sobre todo a partir del viernes. Un grupo de cinco adolescentes se agolpaba junto a una buñolera. Las cinco eran muy distintas. Las había altas y bajas, guapas y feas, gordas y delgadas, pero todas vestían el mismo uniforme. Un uniforme oficioso, que no oficial, como la chaqueta, el traje de flamenca o el traje corto que usan los varones. Las cinco adolescentes vestían unos pantalones ajustados que dibujaban muslos, pantorrillas y tobillos, unas camisas cortas limítrofes con el ombligo y unas botas de siete leguas, semejantes a las de un alpinista que ha viajado dos o tres veces al Himalaya. Las cinco cumplían con su obligación de divertirse. A los 15 años irse de juerga en las fechas señaladas es a veces tan desolador como bajar la cerviz a los 40 ante un jefe abusón. A todas las edades hay que cumplir obligaciones. Por si acaso no fuera poco el tener que divertirse, ellas van uniformadas. Agustín de Foxá -"Soy gordo, soy conde, soy académico. ¿Cómo no voy a ser de derechas?", afirmó en una ocasión- hizo una cruda definición de los niños uniformados en la época en que el fascismo campaba por sus respetos entre asesinatos, mujeres rapadas y botellas de aceite de ricino. A los adolescentes se les cuadraba entonces en involuntarias parodias de cohortes romanas. "No es más que un gilipollas vestido de niño que da órdenes a unos niños vestidos de gilipollas", definió Foxá aquel querer y no poder de putrefacciones imperiales.
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