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Eppur, si muovePEP SUBIRÓS

Vuelve la ilusión, dicen unos; se recupera el orgullo, apuntan otros; sí, de acuerdo, pero sobre todo, renace el interés. La inesperada victoria de José Borrell en las primarias socialistas ha borrado de un plumazo la sensación de estancamiento en que se hallaba instalada la vida política española en general y -a la espera de si Maragall decide lanzarse abiertamente al ruedo- la catalana en particular. Lo mejor del asunto ha sido la rapidez y la sorpresa con que se ha producido el vuelco. Pero, ¿tan imprevisible era? Es muy fácil, claro, descubrir a toro pasado todo tipo de razones con que explicar retrospectivamente el terremoto. Sin embargo, ¿cuánta tinta no se había vertido ya sobre la fosilización de la cúpula dirigente del PSOE, sobre su distanciamiento de la realidad social, sobre la necesidad de renovación no sólo en las consignas, sino en las personas? A pesar de ello, la dirección socialista en pleno había apoyado la opción más continuista y hasta el momento mismo del escrutinio daba por descontada la victoria de Joaquín Almunia, en una asombrosa muestra de impermeabilidad -¿de desconocimiento?; ¿de inconsciencia?; ¿de desprecio?- con respecto a por donde iban los tiros entre sus afiliados. Seguramente ello tenga que ver con el prejuicio -especialmente arraigado entre la gente de izquierdas- según el cual el devenir político es el fruto de sesudos cálculos y conspiraciones, algo que se juega en los secretariados y en los comités centrales, algo perfectamente planificable y a menudo planificado, donde todo depende de la finura de las estrategias y las maquinaciones. Nos resistimos a aceptar que, en realidad, los aparatos y las estrategias de poder tienen siempre un componente artesanal y altamente dependiente de las virtudes y las flaquezas individuales; que, por ello mismo, los sistemas más complejos son también los más frágiles; que los más rígidos son también los más vulnerables; que los más personalistas son también los más anárquicos; que la voluntad de autoperpetuación personal no hace más que propiciar la caducidad del sistema. Veremos lo que Borrell da de sí. Veremos lo que le dejan dar. En todo caso, de momento ya ha demostrado que si algunos líderes se eternizan no es por falta de alternativas, ni es sólo por nuestro miedo a lo desconocido (el conocimiento es siempre una aventura), sino también por su negativa a dejar aflorar las inmensas posibilidades de renovación y regeneración que siempre laten en una sociedad rica y compleja. En todo caso, también, e independientemente de lo que ocurra en las próximas semanas o meses, la honradez de Almunia al convocar las primarias y la osadía de Borrell al disputarlas han dignificado la vida política. Sin resolver nada, han oxigenado el ambiente. ¿Qué influencia tendrá el fenómeno Borrell sobre la vida política catalana? Escasa, creo, porque aquí el problema principal no es tanto la renovación del PSC -aunque, desde luego, también es un problema, y no menor- como el bloqueo, el agarrotamiento del país a manos de la política practicada en los últimos 18 años (¡dieciocho!) por Pujol y sus aliados más o menos ocasionales. En Cataluña, quienes deberían convocar urgentemente unas primarias no son los del PSC (aunque no estaría nada mal que también lo hicieran), sino los afiliados y beneficiarios de la coalición aquí gobernante. Porque el gran problema, aquí, es la amputación del futuro (del futuro del país y del futuro de su propio partido) permanentemente practicada por Pujol; el problema es su habilidad en centrar el debate político catalán en términos nacionalistas decimonónicos, de soberanía y espíritu nacional, al tiempo que ha practicado la menos nacional de las políticas; el problema es la aceptación, como central y significativo, de este marco de debate por parte de todas las fuerzas políticas catalanas. En realidad, sin embargo, y siempre en nombre de Cataluña, estos casi 20 años de gobierno pujolista han causado destrozos irreparables al patrimonio natural e histórico catalán; han ninguneado sistemáticamente a los ayuntamientos, expresión básica de la vida democrática; han favorecido la desarticulación del riquísimo tejido urbano y social en favor de suburbios y grandes superficies comerciales (tarea, esta última, en la que han contado con la inestimable colaboración de algunos consistorios ahogados por el déficit crónico de las arcas municipales); han dividido la sociedad en buenos y malos catalanes, excluyendo de toda ayuda y de toda legitimidad a aquellas expresiones perfectamente catalanas, pero no coincidentes con su ideario o sus intereses; han conseguido, en fin, acumular un déficit público astronómico que durante años pesará como una losa sobre la Generalitat y sobre todos nosotros (pregunta para nota: ¿podría entrar en el euro una Cataluña independiente con el déficit público y las prácticas de política económica habituales en la Generalitat?). Claro que este malgobierno es perfectamente compatible con una sensación de bienestar y comodidad entre amplios sectores sociales. También en Mallorca, por ejemplo, se vive bien, muy bien. También en Mallorca ha venido ganando, sistemáticamente, un partido con la vista puesta en el negocio a 90 días, plagado por el amiguismo y la corrupción. ¿Que ello se ha hecho a costa de esquilmar el patrimonio natural e histórico mallorquín vendiéndolo al mejor postor? Mala suerte. ¿Que ello se ha hecho a costa de un modelo económico profundamente dependiente e insostenible a largo plazo? Mala suerte, para entonces todos calvos. Carpe diem, tal es el lema del estilo de gobierno de Pujol y de todos los gobernantes obsesionados por el poder y autoidentificados con él. Ya se las apañarán los supervivientes con el posterior diluvio. De momento, disfrutemos. Por ello, porque de momento se vive bien, muy bien, porque nos beneficiamos de una posición geoestratégica enormemente afortunada, porque vivimos a rebufo (sea quien sea quien nos gobierne) de un largo ciclo expansivo de la economía occidental, esto puede aguantar así perfectamente durante un tiempo. También por ello es razonable que Maragall reclame a la sociedad catalana algunos indicios razonables de que se quiere acabar con este estado de cosas, de que se está dispuesto a hacer por Cataluña lo que se ha hecho por Barcelona, es decir, enriquecernos con las diferencias y no excluirlas, respetar la tradición pero también abordar los problemas reales, no seguir trampeando el presente con discursos malabares y victimistas sobre las esencias, los sentimientos y los resentimientos nacionales, mientras hipotecamos el futuro. Claro que también cabe pensar -y el caso de Borrell es un buen argumento a favor de esta hipótesis- que para que estos indicios se manifiesten es necesario que alguien se muestre claramente dispuesto a recogerlos, y a encauzar las energías dispuestas a reconstruir un lenguaje y un país distinto desde una óptica y un estilo realmente democráticos. Energías que, estoy seguro, también se hallan entre nosotros.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

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