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Tribuna
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El futuro de la unión monetaria

El autor sostiene que el euro será beneficioso y describe cuatro posibles escenarios: optimista, moderadamente optimista, pesimista y catastrofista.

Una mirada hacia Europa desde el exterior sugiere que el grado de incertidumbre que acompaña a la unión monetaria es mucho mayor que el que se ha presentado a los electorados europeos. Sin embargo, durante años, la única preocupación ha sido la preparación para el dramático primer fin de semana de mayo de 1998, y cuando éste llega nos encontramos con que el drama y el suspense han desaparecido. Los planteamientos a medio y largo plazo acaban de empezar. Los escenarios considerados pueden dividirse en cuatro: El primero, optimista y utópico, supone que la moneda única forzará a los países europeos a acometer inmediatamente las medidas necesarias para combatir el desempleo, la reforma del sistema de pensiones, la mejora de la universidad, la recuperación del tiempo y mercados perdidos por nuestro retraso tecnológico, y la revitalización y aumento de nuestra competitividad. El resultado de la adopción de la moneda común será francamente positivo.

El segundo, moderadamente optimista, presenta la adopción lenta de las reformas económicas a medida que, sintiéndose entre la espada y la pared, los Gobiernos y electores europeos van llegando al convencimiento de su necesidad. La irrelevancia de la unión económica y monetaria (UEM) para resolver los problemas de Europa se pondrá de manifiesto, el proceso de integración europea será debatido y culpado de la persistencia de nuestros problemas, pero el euro sobrevivirá.

El tercero, pesimista, es el de una Europa incapaz de poner en práctica las reformas, en la que ocurre una de estas hipótesis:

1. La política monetaria del Banco Central Europeo unida a la pérdida gradual de competitividad de nuestras empresas llevan a un aumento del desempleo, el crecimiento económico se estanca, y los Gobiernos pierden ingresos fiscales y se enfrentan con presiones irresistibles para aumentar el gasto público. 2. Se produce una crisis importante en un país (posiblemente en Francia) -incluyendo huelgas y movimientos sociales similares o más severos aún que los del otoño de 1995-, que se contagia a otros países y resulta en un rechazo total de las instituciones europeas. 3. Un «choque asimétrico» afecta a uno o a los demás. 4. Se produce una divergencia de criterio difícil de resolver entre Alemania y Francia. Como resultado, uno o varios de los miembros abandonan la unión monetaria y revierten a su moneda. Eventualmente se llega a la conclusión de que la UEM no era válida y se decide su disolución. Al cabo de algún tiempo las aguas vuelven a su cauce.

El cuarto, propuesto por economistas prestigiosos como Martin Feldstein y Robert Levine, es aquel en el que las crisis descritas en el escenario pesimista alcanzan proporciones catastróficas y llevan a un conflicto bélico.

La cuestión fundamental es qué probabilidad se puede asignar a cada escenario. En teoría quien los presenta no debería pronunciarse sobre ellos y dejar al lector que alcance sus propias conclusiones. Este análisis se puede realizar en un libro y no en un breve artículo. Por eso rompo la regla y doy mis probabilidades.

El primer escenario, la versión oficial europea recogida triunfalmente por la mayoría de los medios de difusión, me parece altamente improbable (le asignaría un 5%). El moderadamente optimista recibiría un 60%, y el pesimista, que contempla la disolución de la UEM, un 35%.

El escenario catastrofista me parece impensable por las tres razones por las que lo refuta Timothy Garton Ash en Foreign Affairs. Las democracias no se declaran la guerra unas a otras. Estados Unidos, un poder hegemónico sin precedentes en la historia y «relativamete benévolo», lo impediría. Pero, sobre todo, vaticinar una guerra supone ignorar los enormes logros de la integración europea del último medio siglo; la cooperación institucionalizada entre los países miembros de la UE que garantizan que un conflicto jamás se resuelve por la fuerza. Además, las generaciones jóvenes que han recorrido Europa y establecido relaciones de amistad que trascienden las fronteras de sus países reducen este escenario al absurdo.

Descartados los escenarios triunfalista y catastrofista, las preguntas inevitables son dos: 1. ¿De qué depende que el euro acabe superando las dificultades y sobreviviendo? 2. ¿Qué podemos hacer los europeos para que el deseable escenario moderadamente optimista se imponga al pesimista? No soy determinista; pienso que, afortunadamente, las dos preguntas tienen respuestas.

La primera es que el éxito o fracaso de la UEM depende en gran medida de las expectativas que despierte. Coincido con Ralf Dahrendorf en que la moneda única es irrelevante a la hora de resolver los problemas europeos. Por consiguiente, cuanto más se espere de ella, más defraudará. Es lógico que los Gobiernos de los países que, como España, parecían condenados a quedar excluidos por los criterios de Maastricht intenten reivindicar políticamente el éxito que supone su superación; además la vida fuera de la unión monetaria sería aún más dura que dentro. Sin embargo, las expectativas desmesuradas acabarán volviéndose en contra de la unión monetaria. Los riesgos de que el electorado se polarice y que políticos extremistas culpen a la UEM de todos los males son muy altos.

La segunda es que los europeos debemos percatarnos de que evolucionamos en un entorno global del que Europa no puede sustraerse. En nuestro horizonte aparecen problemas de visión, de estructura económica (desempleo, costes elevados, falta de competitivdad de nuestras empresas, dependencia excesiva del Estado, retraso tecnológico, lastres en la «locomotora» alemana), demográficos, de gobierno y políticos. Además de moderar nuestras expectativas, debemos ser conscientes de que sólo nosotros, y no el euro, podemos resolver los problemas que amenazan el futuro de Europa.

Diego Hidalgo es el autor de El futuro de España y Europa: globalización y unión monetaria.

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