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Sefarad hacia Israel

Mañana se celebra el 50º aniversario de la fundación del Estado de Israel. Para unos, se trata de la cancelación de una historia secular y la transformación del pueblo judío en una nación como las otras, organizada en su propio Estado. Para otros, Israel es algo más, porque el judaísmo es, a la vez, su fundamento y su aura. Y, en efecto, la propia fundación del Estado israelí tuvo significados aún mayores que la autodeterminación política de un pueblo. Por una parte, fue un acto de reparación histórica. Pero no ofrecida por los terceros a quienes hubieran sobrado razones para ello, sino conseguida por el esfuerzo de los propios acreedores a esa reparación. De otra, Israel apareció y sigue siendo en Oriente Próximo un testimonio singular de humanismo, racionalidad y modernidad. ¡Ojalá que la paz permita convertir el testimonio en vanguardia, en un área que necesita muy mucho de tales valores! España no puede ser ajena a este cincuentenario por su larga vinculación histórica, llena de sombras y luces con el mundo judío, de la que el sefardismo es testimonio elocuente. Pero es claro que se han hecho ya tantos hueros actos de contrición y tantas bellas exposiciones, se han normalizado tan brillantemente las relaciones diplomáticas e incrementado con tanto éxito los intercambios económicos y culturales, que ha llegado la hora de dar, ya, un paso definitivo capaz de proporcionar relieve institucional a unas relaciones que, como las hispano-israelíes, debieran ser especiales. Para ello, nada mejor que ofrecer por parte de España a los judíos sefarditas, cualquiera que sea su nacionalidad, la posibilidad de una doble nacionalidad optativa.

No faltan precedentes de ello, desde que, a fines del siglo pasado, el senador Ángel Pulido iniciara sus campañas pro sefardíes. Su fruto tardío fue el Real Decreto de 1924 que otorgó la ciudadanía española a los sefarditas protegidos por España de acuerdo al anterior sistema de capitulaciones. O el Decreto más restringido de 29 de diciembre de 1948. O la reforma en 1982 del artículo 22 del Código Civil que facilitó el acceso sefardita a nuestra nacionalidad y que empalma con su precedente de 1931. Por no citar la serie de intentos, unos frustrados y otros limitados, que configuran lo que un escrito agudo e ilustrado denominó «retorno a Sefarad». Yo mismo, tras contribuir a la fundación de la Amistad Hispano-Israelí, insistí en el Congreso de los Diputados en 1987 y, de nuevo en 1992, con ocasión del quinto centenario de la expulsión, en la conveniencia de esta iniciativa, tanto para el sefardismo como para el interés nacional de España.

Los intentos seguidos hasta ahora de otorgar la nacionalidad española a los sefarditas choca con su arraigo en otras naciones y, muy concretamente, en Israel, cuya fundación se trata ahora precisamente de celebrar. Por eso creo más útil, en todos los sentidos, que lo que se ofrezca no sea una nacionalidad alternativa a la que ahora tienen, sino una nacionalidad cumulativa, eso es, doble. Y, más aún, ni siquiera eso, sino una doble nacionalidad virtual que, en caso de quererlo, pudieran reclamar los interesados, ya por estar previamente inscritos en un registro al efecto, ya por presentar la correspondiente solicitud y elementos de prueba ante la correspondiente representación diplomática o consular española. Una oferta semejante, para ser un regalo no ha de imponer obligaciones respecto de España si el interesado no tiene aquí su domicilio, eliminando así malentendidos de los años treinta y cuarenta; pero sí puede ofrecer ventajas.

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En efecto, una doble nacionalidad optativa y una protección diplomática eficaz, a más de su valor emotivo, son importantes para quienes se caracterizan tanto por su movilidad geográfica y social como por la fragilidad, tantas veces comprobada, de su status político. Paralelamente, el prestigio y la influencia de España serían reforzados, intensificando, mediante lazos jurídicos, a la vez simbólicos y prácticos, sus vínculos con una comunidad extensa y cualificada que tanto en Israel como en Oriente Próximo y en las dos Américas, se caracteriza por un alto nivel intelectual, económico y social.

Son bien sabidas las reticencias doctrinales y prácticas que se han planteado ante la doble nacionalidad como instrumento jurídico, e incluso no falta quien la defina, ni más ni menos, que como una técnica de renuncia a la protección diplomática que cualquiera de las dos naciones afectadas pudiera prestar. Porque, en efecto, nadie puede invocar la protección diplomática de una de sus naciones frente a las autoridades del Estado cuya otra nacionalidad tiene, y, además, el principio de la nacionalidad efectiva puede enervar una declaración puramente jurídica a la hora de beneficiarse de la protección diplomática.

Sin embargo, la experiencia demuestra que la protección ante terceros ya es una baza importante, sobre todo si se suman a las no deseables circunstancias dramáticas, las mucho más frecuentes que requieren una gestión de intereses. Y es claro que si la nacionalidad «es un vínculo jurídico basado en un hecho social de conexión», la lengua y la cultura debidamente fomentadas lo es. Y también en este campo debieran redoblarse los esfuerzos para preservar tan importante legado. Y no es menos cierto que existen experiencias, más o menos criticadas pero positivas, de oferta de una nacionalidad doble, y sistemas de doble nacionalidad como los establecidos convencionalmente por España con repúblicas iberoamericanas.

Proyectar estas experiencias sobre una concesión unilateral de doble nacionalidad optativa a los sefarditas no es, sin duda, fácil. Requiere, primero, una negociación con las autoridades israelíes y con el mundo judío en su conjunto. No se trata de ofender a los azquenitas privilegiando a los sefarditas, sino de potenciar el vínculo con éstos para crear una relación especial con el conjunto. Exige también una negociación en el seno de la UE, donde los problemas de nacionalidad, en principio domésticos, tienen un relieve comunitario en cuanto afectan a la residencia y la ciudadanía. Pero, si Europa quiere pesar alguna vez en Oriente Próximo, no le vendría mal una baza semejante para inspirar más confianza en Israel.

De otro lado, instrumentar una solución como la aquí esbozada plantea problemas de determinación de los beneficiarios. En este sentido, la propia Dirección General de los Registros, en mayo de 1983 y con relación a la reforma, ya mencionada, del año anterior, ya señaló que «tal condición habrá de demostrarse por los apellidos que ostente el interesado, por el idioma familiar o por otros indicios que demuestren la tradición de pertenencia a tal comunidad cultural». Basta con saber dónde está el interés de España para aplicar estos criterios de manera generosa.

En vez de pedir perdón sin fin ni utilidad, como ahora está de moda, asumamos nuestra historia en su integridad y recuperemos los momentos en los cuales se cerraron o torcieron vías que pudieron ser fecundas y descubrámoslas de nuevo.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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