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Tribuna
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Júbilo

Señor Matusalén: No soy tan viejo como usted, pero todo se andará, colega. Me llamo Secundino, tengo 77 años, casado, jubilado. Hubo un tiempo en que deseaba ser viudo, pero ahora soy capaz de partir las piernas a quien intente arrebatarme a mi señora. Soy así de chulo y romanticón. El motivo de esta epístola es exponerle a usted mis ganas de vivir y de perpetrar desatinos, dentro de un orden vetusto. No estoy para muchos trotes, según opinan los médicos (a espaldas de ellos y de mi esposa, me pongo tibio a mejillones, callos, cocido, gallinejas, cañas, vinitos, señoritas y desparrames). A pesar de mi ascetismo, siempre ando listo para atrapar alegrías inconfesables. Soy jubilado y jubiloso, dicho sea sin molestar a los caducos.

Amo a Madrid sobre todas las cosas, sólo quiero más a mi mujer y a mi nieta Airén (cinco años, soltera, amiga de perros, perseguidora de gatos, analfabeta, desconocedora de la Constitución, camarada de pájaros y sombras). Ella es la alegría de mis atardeceres, el sueño de mis madrugadas. Mire usted, don Matusalén, hubo un tiempo en que estaba enamorado de Manolita Malasaña, de Clara del Rey y de la alcoholera de Chinchón. Sigo coqueteando con las tres, pero ellas saben que nada tienen que hacer ante Airén, la Ballesta, o incluso con mi señora.

Ya casi me he olvidado de por qué le escribo a usted. !Ah, sí! esto es un manifiesto para viejos como yo (si a alguien se le ocurre llamarme tercera edad, también le parto las piernas). No hay tiempo tan dulce como la vejez, cuando nada tienes que perder, excepto la vida, que vale bien poco, señor. Los viejos de Madrid somos la esperanza del futuro; los imberbes y, los maduros están demasiado ocupados para organizarse. La Cibeles es fuente de eterna juventud. Está tiesa, no como las torres de la plaza de Castilla que, a su temprana edad, se inclinan lamentablemente. Son unas drogadictas. Prefiero colocarme con las procelosas aguas del parque del Retiro, que drogan un huevo.

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