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Maragall tiene doctrinaMANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Había gentes que, a pesar de lo ya publicado, temían que la propuesta de Pasqual Maragall gravitase en exceso alrededor de ideas fuerza de dudosa especificidad, personas que tenían miedo a que únicamente con eslóganes del tipo del reiterado "de Cataluña como templo a Cataluña como ágora" la ciudadanía no terminase de percibir con claridad los precisos perfiles del proyecto político maragalliano. Es de suponer que tales temores habrán quedado ahuyentados en buena medida tras la lectura del diálogo mantenido con Josep Ramoneda en este mismo periódico el domingo 5 de abril porque a lo largo de dicha entrevista se proporcionaba una serie de elementos útiles para que el lector pudiera apreciar con nitidez la posición del entrevistado -su doctrina, en caso de tenerla-. Afirmar, por ejemplo, "me quedaría con el corazón de Jospin y las ideas de Blair" supone colocarse en un lugar teórico-político tal vez amplio (entre la izquierda del centro y el centro de la izquierda, por decirlo con la forma últimamente al uso), pero en todo caso determinado. Y, además, supone colocarse ahí con una cierta disposición. En concreto, reclamarse de las ideas de Blair parece expresar una decidida voluntad de irrumpir en el debate ideológico más importante que las fuerzas denominadas habitualmente progresistas tienen planteado en Europa en este momento. No resulta difícil anticipar algunas de las críticas que la tercera vía propuesta por el primer ministro inglés va a recibir. Partir, como hace Blair, de que los valores tradicionales de la derecha han sido abandonados por ésta, y de que ya únicamente la izquierda está en condiciones de hacerse cargo de ellos, será considerado sin duda por parte de algunos como un retroceso más, como el último episodio hasta el momento de la larga serie de derrotas que ha venido sufriendo el ideal emancipatorio a lo largo de este siglo. A las metáforas de la pérdida de posiciones, del abandono del territorio conquistado (metáforas, en el fondo, de inspiración militar), los partidarios de la tercera vía opondrán probablemente la del retorno a los orígenes, la de la recuperación de los genuinos ideales fundacionales usurpados históricamente por fuerzas políticas y sectores sociales empeñados en traicionarlos, etcétera. Tal vez sean dos metáforas absolutamente heterogéneas y, en esa misma medida, inconciliables. Si valiera todavía aquella vieja definición según la cual la política es el arte de lo posible, acaso una forma de cortar este nudo gordiano pasara por plantearse no tanto en qué metáfora nos gusta reconocernos como qué es hoy radicalmente posible. Esto es, qué objetivos últimos nos sentimos en condiciones de proponernos y cuáles son las estrategias adecuadas para acercarnos a ellos. Maragall responde a esto asumiendo los puntos básicos del mensaje de Blair: la educación, la solidaridad y el internacionalismo. Y, aunque no la cite expresamente, parece hacer suya también aquella otra afirmación del líder laborista: "Durante demasiado tiempo nos ha paralizado la oposición entre lo individual y lo colectivo. Pueden y deben estar unidos, no siempre a través del Estado, sino de unas redes sociales y comunitarias fuertes". Maragall prefiere pensar esto mismo a través de tres categorías: particularidad, subsidiariedad y cohesión. La preferencia no parece casual: le permite plantear su concepto de identidad en unos términos diferentes al del nacionalismo conservador. La identidad ya no puede seguir conjugándose en singular. Esto no es un antojo o una propuesta meramente programática: hay que hablar de identidades, y no de identidad, en el mismo sentido y por la misma razón que no hay mejor forma de plantear la cohesión social que aceptando lo que Havel -en una referencia que Maragall gusta de repetir- ha llamado las diferentes esferas de pertenencia del individuo (desde la más privada a la más cosmopolita, pasando por la de la ciudad, el país o la nación-Estado). La obviedad -nadie es de una pieza- ha terminado revelándose una herramienta útil para la definición. Aquel eslogan de apariencia difusa que citábamos al principio ha acabado por dibujar unos contornos precisos. Las identidades, cualquiera que sea el nivel en el que las planteemos, sólo pueden ser entendidas como esforzadas, complejas y contradictorias construcciones llevadas a cabo a lo largo de la historia. No es ésta una afirmación que cualquiera, desde cualquier perspectiva, pueda suscribir. Bastará con recordar aquella tesis, bien distinta, que hace un tiempo sostuviera el actual inquilino del Palau de la Generalitat: "Frente al fracaso de las ideologías, lo único natural es el nacionalismo". Giacomo Marramao ha escrito: "La democracia es la comunidad de los que no tienen comunidad". Acaso esto debiera cruzarse con todo lo anterior y buscar un resultado. No creo que haya que hacer un país a la medida de los que lo aman, de los que se saben y sienten inequívocamente pertenecientes a él. No puede ser un prerrequisito el amarlo, porque ello equivaldría a deslizar la peligrosa idea de que no hacerlo constituye un criterio justificativo para la exclusión. El cariño a un territorio, a su cultura, a sus instituciones y a sus gentes no puede operar como cláusula de salvaguarda para la cohesión social. Y no ya sólo porque el cariño no sea cosa a imponer -ni tan siquiera a proponer-, sino porque, bajo su aspecto de evidencia indiscutible (¿cómo no podría quererse aquello a lo que debemos nuestro ser?, sería la retórica pregunta), poner en primer plano los sentimientos significa invertir el signo de la tarea pendiente. Porque quienes tanto enfatizan -desde cualquiera que sea su posición política, por supuesto- que aman a su país debieran esforzarse, en pura lógica, en convertirlo en un país amable (lo que no siempre coincide) y, en cualquier caso, en un país en el que no sólo tengan cabida, sino que vivan en las mismas condiciones, quienes lo aman y quienes no (o no tanto, o a su manera). Acaso fuera ésa, por cierto, la forma de recuperar un tipo de relación con el resto de España que nunca se debió perder. Probablemente era un país así lo que esperaban tantos progresistas de diversas partes del territorio español cuando, durante la transición y los primeros años de la democracia, agitaban en sus manifestaciones la bandera catalana al lado de la suya propia, convencidos sin duda de que el modelo catalán significaba una manera nueva -y mejor- de vivir todos juntos.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y miembro de la asociación Catalunya Segle XXI.

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