Pintores
Es aconsejable hablar con los artistas llamados plásticos. Un pintor razonando sobre su oficio (en privado, ¡nunca en público!) ilumina más que 10 libros sobre la insólita compulsión de crear imágenes. Gracias a la generosidad de Felipe Garín y Alfonso Muñoz convivo unos días con los becarios de la Academia Española de Roma. Una vez más me asombra el camino por donde las ideas llegan hasta las telas; lo que Picasso llamaba «la materialización del sueño». Un atleta vasco corre todas las mañanas por los caminos y jardines de Gianicolo hasta caer agotado. Entonces pinta paisajes ácidos, angustiosos, de un hiperrealismo alucinado. ¿Cómo han cristalizado esos volúmenes en su mente? Jadeando monte arriba, solo y en silencio. El segundo becario usa tintas negras; en el vientre de la oscuridad aparecen claros de bosque o senderos, o un colchón y platos desportillados, o una mesa rota. Le digo: ¿no falta algo? Contesta: ¡Si supieras lo que me ha costado sacar ahí fuera esa mesa! Es un sueño en despliegue y no sabe si quiere ver el siniestro objeto que le espera al final. El último es un valenciano jovial y tiene ya media docena de cuadros y un cuaderno entero de dibujos. Su motivo: urbanizaciones de los años cincuenta, edificios vagamente racionalistas tratados con una paleta luminosa. Todos los días toma el tren para Ostia y observa los tendidos eléctricos, las señales de circulación, los viejos chalets. Allí está su ciudad, la que ya encontró en América, la que está en todas partes pero nunca es igual. Él pinta para encontrarla y vivir en ella unas horas. Todos han precisado viajar hasta Roma para pensar lo que pintan y pintar lo que piensan. Pero no pintan Roma, porque no se pinta lo que se ve; es Roma la que les pinta, porque se pinta lo que se piensa.
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