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¿Volver a los modelos humanistas?

He repetido muchas veces que nuestro mundo anda desquiciado por falta de valores humanistas. Predomina a nivel mundial el hambre y los enfrentamientos culturales, religiosos o familiares, la corrupción a gran escala y la explotación de los más débiles, sean emigrantes o niños. Y surge el cuarto mundo de los nuevos pobres en los países del desarrollo, como un mal necesario del injusto neoliberalismo que se presenta como la única solución. Fundamentalmente es el olvido del otro, la ausencia de respeto mutuo, posponiendo la política los temas básicos de la evasión juvenil hacia la droga y el alcohol, el paro endémico, el fracaso de la lucha aunada de todos contra la violencia desatada en el mundo y en zonas de nuestro país. Y los modelos que debían dirigirnos acertadamente son sustituidos por el divertimento del chismorreo calumnioso, por aquello de "calumnia que algo queda". El gran problema de nuestra nación es esa ausencia de valores positivos arriba, abajo y en medio. Después de una época de valores discutibles ya abandonados, hemos pasado a la ausencia de otros mejores. Y ahora que recordamos las generaciones próximas a nosotros del 98, el 14 o el 27, debíamos volver a mirar hacia sus modelos, y aprender de su actitud ejemplar para animamos a ir hacia adelante. Modelos que orientaban acertadamente a los ciudadanos, y ahora están casi desaparecidos, porque han sido sustituidos por los personajes del gran especulador, de los comics, de la moda, del canto desaforado, de la jet, y curiosamente del culto al automóvil y la velocidad como observaba Mircea Eliade. Y, sin embargo, necesitamos modelos elevados para identificarnos con ellos, y no vivir desamparados en la anomia que señaló el sociólogo Durkheim. Para salir de este impasse propongo volver a modelos recientes que hoy tendrían una vigencia positiva por su vida, palabra y acción; y no evadirnos tampoco hacia las nubes de un idealismo, que no pone los pies en la tierra. Esto me lo sugería el profesor de Literatura Francisco Pérez Gutiérrez con su obra La juventud de Marañón, que sobrepasa con mucho su título. Yo conocí a don Gregorio porque fui compañero de colegio de su hijo, con el que me ha unido siempre una buena amistad. Con él, y con una decena más de jóvenes, emprendimos la publicación -cuando teníamos 15 años- de un periódico, que llamamos Juventud, que se plantease los problemas de aquel tiempo. Y conservo la fotografía que recuerda a aquella redacción juvenil, en la que estaban José, el hijo de Ortega; el del novelista Pérez de Ayala; Rafael, el del gran periodista de El Imparcial Gasset; el de otro gran periodista liberal, Miguel Moya; Álvaro, hijo de Eugenio D'Ors, y otros hoy menos conocidos. Desde entonces fue el doctor Marañón uno de mis modelos preferidos. A mí, que tenía gran afición por ciencias y letras, me parecía que encarnaba ejemplarmente esas dos vertientes del saber humano. Sus obras me fueron asegurando en una moral basada en el conocimiento científico del ser humano; su ejemplo dialogante me corroboró en la necesidad de abrirse a los demás, aunque no pensaran como uno, su afán auténticamente liberal humanista me demostró que merecía la pena luchar pacíficamente por una España justa y abierta a todos. Pero la guerra civil, como sus prolegómenos y la posguerra, abortaron todos estos deseos de los españoles que mirábamos hacia adelante. Y hoy todavía, si somos sinceros, reconoceremos que no se ha superado el poso que dejaron aquellos 40 años de dictadura intolerante. Franco, con agudeza maliciosa, pronosticó misteriosamente que dejaba todo atado y bien atado, y es en gran parte verdad; pero lo es por la impronta mental negativa marcada en aquellos años que no se ha superado, y -por eso- no estamos acostumbrados todavía a una verdadera democracia convivencial. Vuelvo a releer los consejos de don Gregorio, para superar la desesperanza que nos invade en España, y mirar a los ideales que él predicó con su vida y con sus libros. Marañón, con Ortega y Unamuno, deberían ser retomados en reposada lectura para abrir horizontes que no se han cumplido y están pendientes. No para seguirlos literalmente, cosa que nunca hubieran querido de nosotros, sino para hacemos pensar en serio, y ahondar en las raíces de la realidad como quería Ortega. Porque no podemos volver a inventar la pólvora, y empezar de nuevo, cuando estos modelos la inventaron en gran parte ya. El ejemplo de lo que fue Marañón -tan claramente desvelado en la obra de Francisco Pérez- debe hacernos recuperar la necesidad de una acertada educación por el ambiente, la familia y la escuela. Porque sus modelos, que fueron Feijóo y Jovellanos, dos ilustrados católicos del siglo XVIII, que tanto admiraba Marañón, habían enseñado que un contrario ideológico, como podía ser entonces un hereje, no por eso pierde el privilegio de la inteligencia y nos puede ayudar a descubrir la verdad; y que la instrucción pública humanamente desarrollada es el camino de la "ilustración popular", necesaria para "hacer grandes reformas sin sangre". Marcaron su vida también los grandes hombres que conoció de joven: el pagano cristiano que fue el maduro Menéndez Pelayo, autor de esa comprensiva Historia de las ideas estéticas, y orgulloso de poder ser un "ciudadano libre de la república de las letras", sin inquisiciones ni mojigaterías usuales entre los católicos de entonces; y el sentido humano de Galdós que predicaba, a través de las críticas que hacía en sus novelas, la única religión existente, la religión del amor, vivida se fuese o no seguidor de una religión, para impulsar hacia un mundo más humano; y el insatisfecho Unamuno, o el investigador Cajal, promotor de la paciencia científica, como característica del genio, que es 90% de sudor y 10% de talento. Eran las épocas en que el creyente Menéndez Pelayo asistía al estreno de la discutida obra Electra, del anticlerical Galdós, y lo proponía a éste para la Academia de la Lengua; y luego Galdós a su vez lo hacía con el supercreyente Pereda. Si no fructificó el intento del filósofo Ortega, el del literato Pérez de Ayala y del humanista Marañón, de ser "la masa encefálica de la República", fue porque pronto irrumpieron los apasionamientos y enfrentamientos de unos y otros políticos, hundiendo poco a poco aquella inicial república de profesores que auguraba la salida de nuestros males. Marañón fue un realista, sin perder nada de su ideal, porque sabía que el ser humano lleva la prehistoria en el fondo de su inconsciente. Y, para evitarlo, había que aprender a autoeducarse "para no creer sin pruebas", como pedía el educador francés Alain. Uniendo emoción y conciencia, y no sólo atenerse a la fría razón. Decía, como Giner de los Ríos, que ese desarrollo personal tenía dos facetas: la individual y la social. Cambiando los individualistas y obsoletos enemigos del hombre del catecismo tradicional, mundo, demonio y carne, por el hambre, enfermedad y desamor. ¿No valdría la pena recuperar estos modelos, ahora que tanto se habla de humanidades en la enseñanza, y conseguir así los españoles una nueva vida más humana, más convivencial y más justa para todos?

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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