Plaza de Olavide
¿Quién se acuerda -o supo alguna vez- del oidor don Pablo de Olavide, que sólo ha dejado rastro en las enciclopedias y en esta plaza chamberilera? Por aquí no reivindican su cuna, pues nació en Lima, ¡ay, aquellos tiempos! Ideó un revolucionario -para la época- plan de estudios, que para sí quisieran consensuar nuestros contemporáneos. Fue revolucionario, protegido del conde de Aranda, exiliado, como cualquiera que se preciase, víctima del terror revolucionario francés y luego arrepentido. Una vida corriente en los finales del siglo de la ilustración. Le sobrevive esta plaza, donde convergen nada menos que ocho calles, entre ellas, tras un quiebro, la de Jordán, que ocupa un nostálgico sitio en mi vida. Aquí recuerdo el mercado, de los que salpicaban la Villa y surtían a la castiza parroquia de las mejores carnes, pescados y verduras, tan excelentes como las de cualquier otro. Se esmeraban los arquitectos y aquella nutricia edificación creo que salió del estudio de un Arozamena donostiarra, algo más que el cobijo de unos puestos menestrales.El mercado desapareció hace tiempo y sus entrañas las perfora un túnel que engarza la calle de Trafalgar, ganando el espacio exterior para los niños y los viejos. A la hora primaveral del mediodía, en la mañana fresquita, me toma el deseo de sorber un poco de sol, sentado en algún banco de madera, donde leer el periódico con calma frutal. Hay uno, y en él se encuentra un hombre de media edad, vigilante del que, evidentemente, sea su hijo, por el tratamiento que se dan. Es un oriental, chino, coreano, tailandés quizá, que nuestros ojos redondos les distinguen con dificultad. ¿Un parado, un inmigrante, el dueño o empleado en un cercano restaurante exótico?
En el otro hemisferio de la plaza pulula un par de decenas de pequeños, aparentemente de la misma edad. Pienso que pueden estar al cuidado de los abuelos, ahora que los padres apenas paran en casa, por causa del trabajo, o porque están buscando trabajo. La pléyade infantil corretea, se sienta en el suelo arenoso, en el que hunden las manitas, diríase una playa, de la que hace horas se retiraron las olas. Miro de reojo, por encima del diario, con interés remoto, a los diminutos ocupantes, que parecen establecidos en territorio de su pertenencia. La edad es homogénea, entre los dos y los tres años, con atuendos multicolores, entre los que abundan los monos unisex. Muestran saludable aspecto y observan cierta sorprendente disciplina, causa que se pone de manifiesto cuando de entre ellos se elevan las siluetas de tres mujeres que evolucionan con pericia, medio enérgicas, medio cariñosas, congregando a la menuda tropa. Despliegan un vasto sentido nemotécnico, llamando a cada uno por su nombre. En unos instantes se puebla el aire del recinto con invocaciones a los varios Davides, Jenniferes, Saras, Saúles, Judithes e Israeles, como si estuviéramos junto a la franja de Gaza.
Con técnica de pastoreo, aquellas habilidosas custodias, tres para unas veintitantas criaturas, les hicieron cogerse de la mano, en núcleos de dos a cuatro, y salieron de la plaza, cruzando la calle del Cardenal Cisneros, para sumergirse, ordenadamente, en el jardín de infancia cercano. Sé todo esto porque, a poca distancia, seguí con curiosidad el cortejo, admirado de la destreza y dominio de las que desempeñaban tan difícil y delicada encomienda. Creo que es un magnífico sistema, que quizá hubiese aplaudido el propio señor Olavide. Esos pequeñuelos adquieren un sedimento de educación, posiblemente superior al que les brinde el propio hogar, ya que, por triste que resulte reconocerlo, las generaciones precedentes han vivido épocas yermas de buen comportamiento social.
Me vienen a la memoria unos versos que no sé cómo, por qué, ni cuándo se almacenaron en el recuerdo. Reconozco al autor, Juan Aparicio, polémico en su tiempo. Bajo la coraza autoritaria de mandamás de la prensa y la censura se agazapaba un eficaz mecenas y, lo que pudiera parecer asombroso: un ser tierno y perezoso. "Tomo el sol con la calma de un reptil o una fruta, / porque aquí las naranjas se reparten conmigo/ la carcajada limpia de los niños jugando". Aunque en esta plazoleta madrileña no haya naranjos ni limoneros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.