Degradable

Ese señor de 52 años, sentado a media mañana en el sofá de casa sin hacer nada, ayer mismo era un alto ejecutivo de una multinacional que había elaborado un plan agresivo para inundar todo el país con una marca de lavavajillas. Fue su último trabajo. Hasta ese momento había desplegado una actividad excitante con su espíritu siempre imaginando nuevos productos y con su cuerpo cada día dentro de un avión distinto. Se acababa de jubilar mediante un arreglo ventajoso con la empresa. Ahora está sentado en el sofá de casa: en pocas horas ha pasado del esfuerzo máximo al reposo absoluto. Cuando era un alto ejecutivo apenas veía a su mujer. La llamaba desde Rotterdam, Nueva York, Tokio o Francfort. Generalmente para decirle que se veía obligado a prolongar aún más el viaje. Desde la distancia este hombre ejercía todo su prestigio sobre ella. Pero las cosas han cambiado. Después de permanecer sentado unos días en el sofá sintió que se le estaban atrofiando las piernas. La mujer le insinuó que se diera una vuelta y que aprovechara el paseo para comprar el pan. Estaba acostumbrado a mandar. Varios millones de consumidores elegían de forma ciega la marca de detergente que él les había imbuido. Al día siguiente, la mujer, ya con cierta naturalidad, puesto que no tenía nada que hacer, le pidió que se acercara a su peluquería a reservarle hora y de paso que sellara la bonoloto. Los viajes a Tokio se convirtieron al poco tiempo en recados a las tiendas del barrio. El detergente que él había impuesto en el mercado era biodegradable, cosa que experimentó en sí mismo. Este héroe de aeropuerto internacional se había ido transformando en un tipo anodino con jersey de cremallera siempre cargado con una bolsa de plástico. Al cabo de un mes de estar jubilado, la mujer le mandó a comprar un detergente y le exigió que fregara los platos con aquel producto de su propia marca. Cerró los ojos y con el jabón líquido en sus manos al pie del fregadero comenzó de nuevo a viajar .
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