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Tribuna
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La portería

Por si no había suficiente información, la portería del Bernabéu ha abierto de par en par toda evidencia: adoramos autoflagelarnos. Chapuza, imprevisión, bochorno, tercermundismo, oprobio. A un espectáculo tan ominoso, según los adjetivadores, no sólo correspondería la multa, el cierre temporal del estadio o la pérdida del encuentro, sino la extinción, el suicidio decisivo. Las cintas de vídeo que nos pasan cada dos por tres en televisión enseñan que aquí y allá el deporte está lleno de despistes, errores, choques, desplomes de estructuras. Lo del estadio Bernabéu es una anécdota más en ese rosario de estampas simpáticas. ¿Alguien cree en realidad que lo del otro día merece una exégesis sobre el declive del club o un análisis sobre la esencia de la patria? ¿Se puede tomar algo tan a la tremenda sin caer en lo grotesco y enseguida en el delirio? A lo que se ve, de la misma manera que la cultura, el sexo o la política han banalizado lo importante, el fútbol ha engolado lo banal. Demasiado campanudo y severo y circunspecto parece este suceso como para no provocar la chirigota. Demasiada vergüenza nacional, demasiada exhibición de sentimiento trágico de la vida como para no sonreír. Ni los hinchas descontrolados ni las chapuzas organizativas son patrimonio nacional.Acaso esto defraude a los auténticos, a los españoles mejor dotados para la autodestrucción, pero todavía les cabrá la oportunidad de sufrir por esta decepción añadida. En suma, las cosas se rompen por todas partes, incluso en las muy esmeradas naves espaciales o en los telescopios Hubble. ¿Cómo extrañarse de que un palo se parta en dos? ¿Cómo enfurecerse, a, estas alturas de los conciertos pop, porque la función empiece tarde? ¿Cómo llamar, en fin, fanáticos a los del fondo sur y desdeñar la locura de las reacciones?

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