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El tiempo vuela

Francamente, muchas personas de mi generación estábamos convencidos de que le pasaba algo al tiempo. Ahora la ciencia nos alerta de que el problema, en realidad, nos pasa a nosotros. En menos de lo que sería equivalente, digamos cinco o seis años, han transcurrido los últimos diez. Nos encontrábamos inaugurando los cuarenta hace poquísimo y, de repente, nos sorprendemos con cincuenta y tantos. Pero, además, nada parece detener esta carrera muy absurda hacia los sesenta o incluso más. Las fotos que hicimos, los viajes que coleccionamos, las pasiones en las que ardimos, se van esfumando dentro de una ventolera sin aviso ni comprensión.No habría mencionado esta sensación fatal a no ser por una información proveniente de la Sociedad Americana para la Neurociencia, donde se objetiva lo que hasta este momento parecía tan sólo una simple ilusión. Y, paradójicamente, una ilusión consoladora, porque, al fin y al cabo, creyendo que creíamos en una ficción conservábamos la esperanza de recuperar la lucidez despaciosa en algún momento ulterior. La conclusión científica, sin embargo, viene a decir que no hay remedio ni pronto ni después. Que si ahora el tiempo nos pasa deprisa no hay un futuro de lentitud. Es decir, no sólo queda menos tiempo como consecuencia de la edad, sino que la misma madurez da en una percepción todavía más corta del remanente. De golpe hemos sentido quienes -como se dice en el estudio- perdemos dopamina que con su fuga huyen las horas también.

Cabe, efectivamente, la esperanza de pensar al revés. Es decir, si el actual estado de nuestro cerebro gastado hace de un minuto la mitad, con una adición artificial de dopamina podría trasmutar cada segundo en dos, un día en 48 horas, cada semana en un mes. El inconveniente radica en que esa sustancia pródiga en temporalidad es un droga y, como tal inseparable de efectos secundarios que estropean, en su resaca, las ganas de vivir. Las anfetaminas, la cocaína, los estimulantes en general, procuran la sensación de que cada instante se ensancha y serían, por tanto, sustancias convenientes para recibirlas cuando el mundo, la oportunidad, el tiempo, se estrechan. Pero ¿qué ocurre de verdad?

Conozco una señora que, abstemia en su juventud, espera alcanzar los sesenta anos para probar toda clase de estupefacientes en la idea de que para entonces disfrutará más. No cuenta con que esos estupefacientes a los que aguarda -cocaína, anfetaminas, sobre todo-, si pasan factura, siempre la pasan carísima cuando se consumen más allá de la plenitud.

¿Conclusión? No dejarse concluir. Sólo existe un antídoto conocido, todavía eficaz, para combatir esa obcecación del cerebro, empeñado en la aceleración mortal: en lugar de dejarse hacer, hacer algo en algún lugar. Y en cuantos más lugares mejor: recorrer parajes, países, pero también personas, situaciones, libros, sabores, músicas, películas, argumentos. La repetición es, junto a esta depravación neuronal que mata, una de las medidas con las que mejor se diseña el funeral. Por el contrario, la variación, la excursión, la renegación o la denegación son lo que más contribuye a afirmarnos.

En esto, como en todo, los ricos, los liberados, los aventureros, los sanos, llevan ventaja en el trance de escoger los mayores surtidos, pero, en todo caso, la amenaza del ritmómetro cerebral se declara científicamente tan grave que no queda más remedio que alternar. Si la muerte es reiteración, quietud, más de lo mismo, la vida se demuestra en la agitación. A la dopamina que en polvo o en pastillas derruye con sus tristes efectos secundarios puede sólo sustituirla una avidez por cambiar, sentir y disentir. Una avidez que, satisfecha, reintegra al tiempo su cadencia, vuelve a poner el reloj cerebral en hora y aposentado el optimismo natural con su dopaje, la posibilidad incluso de regresar un poco atrás.

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