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Tribuna
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Gritos y susurros

Llegó Morientes a Vigo con su mazo extremeño y, pim-pam, mandó a los suecos al congelador; llegó Ronaldo a Stuttgart con su máquina de rizar. el césped y puso a los alemanes en su sitio. Por un momento, el miércoles de selección nos alejó de los campeonatos de Liga, los torneos de Copa, las competiciones europeas y de otros conflictos regionales, y nos acercó a la madre de todas las batallas: el campeonato del mundo de Fracia.-Con el segundo gol aluciné. Raúl me dio un beso de auténtica amistad y creo que yo también besé a Hierro: fue muy bonito -dijo Morientes cuando se le pidió que comentase sus primeras sensaciones, vista la efusiva escena que siguió a la conexión taconazo / empalme con su socio Raúl.

Horas más tarde, Roberto Carlos volvía de Alemania después de consumar una memorable combinación toque/ amago de cadera con Ronaldo; esta vez, los autores de la jugada, imbuidos del comprensible ardor tropical y convenientemente informados de que la alopecia no es contagiosa, intercambiaron besos en la calva.

-Qué cosa más linda de gol -dijeron los brasileños a coro entre arrumacos y carantoñas, bajo la adusta mirada de Kohler, alias niño de arpillera, el rústico defensa central de la selección alemana y del Borussia de Dortmund.

Como a Kohler, aquel episodio nos condujo a delicadas reflexiones sobre la evolución de las costumbres: en los viejos tiempos, los chicos, es decir, aquel Benito, aquel Ovejero, aquel Griffa, aquel Maguregui, aquel Gento o aquel Bilardo, muy metidos en su papel de rudos deportistas, solían celebrar tan violentamente los goles que llegarnos a temer por sus cervicales, por sus riñones, incluso por sus vidas. Con las, nuevas normas de protocolo podemos proclamar que ya, no hay cuidado: en el peor de los casos, si los festejos suben de tono, nuestros ídolos sólo podría pegarse el catarro.

Pero, más allá de consideraciones sobre goles, besos y urbanidad, los dos partidos pretendidamente amistosos del miércoles eran una especie de ensayo general que nos permitía confirmar una sospecha. De pronto, pensábamos que, por encima de los partidos de fin de semana y de otras locuras pasajeras, el escalafón del fútbol se ordenará de nuevo después del Mundial 98 según una escueta clasificación en ganadores y perdedores. Poco importará lo que nuestros muchachos favoritos hayan hecho en, estos días: todas las estrellas, las vivas y las muertas, tendrán que licenciarse en Francia.

Fue así como decidíamos hacer un pequeño esfuerzo de identificación y como nos poníamos a pensar en los futbolistas que hoy están jugando con dos corazones: uno puesto en la nómina y otro Duesto en París. Y rápidamente concluíamos que no salen las cuentas. Nos faltaban Juninho y Guardiola.

De Juninho llegan buenas noticias desde Brasil. Dedica su tiempo a esa forma de tortura que los fisioterapeutas llaman rehabilitación, y aseguran que ha hecho un pacto con el calcio y otro con el crono. De Pep cuentan que se ha exiliado en el sur de Francia con la esperanza de acortar la pesadilla de su lesión y de alargar hasta donde sea posible la cuenta atrás. Al contrario que Juninho, tiene una de esas heridas medio literarias que algunos llaman psicosomáticas y otros prefieren consultar al hechicero. Con él hay que tener cuidado: conociendo su pasión por el fútbol, es tan capaz de decir que París bien vale una misa como de hacer algún pacto con el diablo. Es capaz de todo, salvo de estar ausente.

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