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Democracia y política

" Ya que no vivimos tiempos revolucionarios, aprendamos, al menos, a vivir el tiempo de los rebeldes. Saber decir no, es forzarse cada uno desde su puesto en crear los valores vitales de los que ninguna renovación podrá prescindir, mantener lo que vale preparar lo que merece vivirse, y practicar la felicidad para que se dulcifique el terrible sabor de la justicia, son motivos de renovación y de esperanza".Albert Camus

"El verde de los árboles es parte de mi sangre".

Fernando Pessoa

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El debate político en nuestras democracias se ha convertido en un espectáculo audiovisual. La cuota de presencia en los medios de comunicación es el indicador casi exclusivo de la capacidad política de nuestros representantes. Y los medios de comunicación en el Parlamento real. Así sabemos de las propuestas y de las contrapropuestas a través de las noticias de la actualidad política, que consisten, casi siempre, en el seguimiento de una cadena de reacciones sobre declaraciones vacías, comentarios provocadores, insinuaciones insultantes o réplicas descalificadoras. Casi nunca de opiniones, y raramente de ideas o de propuestas políticas.

Que, además, éstas coincidan con las preocupaciones de los ciudadanos es otro tema. La liturgia mediática tiene sus ritmos, sus frecuencias, sus actores y sus guiones. Entrar o salir del guión es el objetivo prioritario.

La guionización de nuestra política se acomoda y se ajusta, como si de una serie de televisión se tratara, a la gestión del concepto de opinión pública, que consiste en medir el grado de aceptación de un gesto, de una propuesta o de un personaje, independientemente de la veracidad o falsedad de su contenido.

La expresión máxima de la importancia de la estadística en nuestra sociedad son los comentarios y las actuaciones políticas que, sobre encuestas de perspectivas electorales de las fuerzas políticas y de sus líderes, se realizan periódicamente. La pregunta del millón es: "... Si mañana hubiera elecciones -generales, autonómicas, locales, incluso europeas-, ¿a qué partido votaría?". Todas las empresas y profesionales del marketing electoral y político saben que, en ausencia de contextos electorales reales, el valor predictivo de las respuestas obtenidas es limitado y lo hace casi inservible como pronóstico electoral. Pero ello no es un obstáculo para su uso político.

Medir opiniones superficiales, especular con las actitudes más profundas y renunciar a cambiar, desde el liderazgo ético y político, los valores sociales y de comportamiento de nuestra sociedad, es la ecuación dominante y mayoritaria de nuestra política aritmética. Reducida la política a decimales y porcentajes, gestionamos sobre estadísticas y renunciamos a las ideas.

La abusiva y exclusiva dependencia de las propuestas a las encuestas ha contribuido, sin duda, al prestigio de la estadística tanto como al desprestigio de la política. Y hemos perdido parte del capital de credibilidad obtenido durante el largo periodo de la lucha por las libertades y a lo largo de la Transición.

La popularidad de algunos ha crecido al mismo tiempo que su superficialidad, reveladora de la falta de contenidos. ¿Causa y efecto? Quizás. Pero es seguro que se ha agudizado la tensión entre principios y espectáculo. Entre los ciudadanos y las estrellas.

Tampoco ha contribuido el envejecimiento de nuestros políticos. Y no me refiero sólo a la edad, pero también. Las mismas caras durante muchos años producen una sensación ciudadana de invariable continuidad, de incombustible presencia. Y nadie considera que su tiempo acabó y que la política, si es democrática, reclama de renovación constante y permanente.

Renovaciones reducidas sólo y puntualmente a relevos generacionales han acentuado la sensación de que se prefiere un recambio inevitable de personas a un cambio inaplazable de ideas y de propuestas.

Nuestra vida cotidiana está constantemente marcada por los cambios estructurales, las transformaciones sociales, las renovaciones laborales y la adaptación cultural. Cambios constantes y crecientes en lo individual y en lo colectivo. Todo con fecha de caducidad. Del yogur al contrato laboral.

Pero, lamentablemente, nuestra vida política se mueve en otras coordenadas que van de la fosilización, pasando por las más modernas técnicas de maquillaje, hasta las liposucciones ideológicas para una política de pasarela Cibeles. En este clima, no es de extrañar que esta política perenne aleje a amplios sectores de nuestra sociedad, más dinámicos y en constante evolución y movimiento.

Parece evidente que deben abrirse, entre otras, las posibilidades de la limitación de mandatos, la no acumulación de cargos, las reformas del sistema electoral y de la financiación de los partidos políticos, la contención de los gastos electorales y de gestión, y la deontología ética. Sensatas propuestas que devolverían más vitalidad a una partitocracia excluyente.

Medidas todas imprescindibles para la democracia y para la sociedad. Pero reformas aplazables, inoportunas y peligrosas para los partidos y sus gestores. Recuperar el bien público de los partidos y evitar su pnivatización es una tarea difícil pero necesaria. Entre otras razones, porque los financiamos todos.

La renovación se ha visto dificultada por una habilidad de nuestras formaciones políticas por centrifugar convulsivamente a las nuevas corporaciones. La endogamia política y de los aparatos ha marginado a muchos sectores vitales de nuestra ciudadanía. Si añadimos a la falta de democracia participativa e interna, el aburrimiento y la pesadez de algunas de sus prácticas, junto a estéticas enquistadas y obsoletas, nos encontraremos en un campo no demasiado abonado para la renovación política. O para el entusiasmo y reconocimientos ciudadanos.

Nuestra vida democrática necesita otras aportaciones políticas no protagonizadas exclusivamente por los partidos políticos. Imprescindibles pero no exclusivos, los partidos abusan de su representatividad electoral para convertirla en posición hegemónica y excluyente de la representatividad política y social. Es imprescindible una nueva relación dinámica entre los partidos políticos y los ciudadanos y la amplia variedad y composición de sus organizaciones, para no caer en la simplificación, a veces cómoda, otras oportunista, de reducir el ciudadano a elector.

Esta relación dinámica debe de superar la instrumentación mutua que partidos y organizaciones sociales ejercen entre sí. Reivindicar el derecho y el deber de participar en todos los temas, más allá de la opción específica de actuación, es una energía necesaria para la profundización democrática y para la participación cívica y política.

El silencio y el ruido son las características más evidentes de este nuevo reparto de perfiles y roles. Demasiados silencios de muchas organizaciones que, detrás del estupendo escudo protector de la especialización y de la sectorialización, omiten opiniones y acciones ante temas fundamentales de la vida democrática.

Demasiados ruidos, también, de los partidos y de una suerte de políticos, que hablan sin cesar de muchos temas, sin profundizar en ninguno y sin abordar a fondo con determinación y coraje los problemas inmediatos y los retos del mañana, que debemos afrontar hoy mismo sin demora ni especulación. Pero es que no se lo creen.

Silencios y ruidos que evidencian la ausencia de voces y de líderes. Silencios y ruidos abrumadores que han reducido la política a un ejercicio de posibilidades y de equilibrios, tendentes a la supervivencia personal o del clan. El equilibrio, la moderación, el posibilismo, han dejado de ser cualidades políticas para convertirse en la esencia de la política. La ausencia de riesgo, la homogeneización de discursos y propuestas, la simplificación, la indiferenciación, la cobardía y la sumisión, son el resultado de una práctica política caracterizada por la supervivencia electoral. La búsqueda permanente y obsesiva del centro sociológico exige ampliarlo hasta la superposición total.

Así, aceptar la pluralidad anodina del centro no es síntoma de amor a la diversidad o de sabia moderación interpretativa de las voluntades mayoritarias, sino de ambición electoral pura y simple, recubierta, de legítima pretensión de dirigir el futuro colectivo. Y se relativizan principios y valores en función de la lejanía o proximidad del centro, sinónimo de poder político y supuesta sabiduría colectiva. Adaptándose a lo anodino, se renuncia al liderazgo.

No decir lo que se piensa y no decir nada o poco, aunque se hable mucho, forma parte del manual de supervivencia del político al uso que se precie. Las declaraciones sustituyen a la opinión y a la acción política. Las diferentes propuestas han quedado reducidas a una sutil gama de matices semánticos incapaces de clarificar y de responder a las demandas sociales y de entusiasmar a los ciudadanos.

También la ausencia de coraje y de valentía ha enmudecido o excluido a muchos. Por interés o por necesidad, la sumisión al superior o al clan ha hecho previsible y predecible la participación política en los partidos políticos. Y los ciudadanos lo saben.

El efecto alérgico que produce la aproximación partidaria es un dato incuestionable y que debe hacernos pensar sobre el atractivo de la política protagonizada, y casi en exclusiva, por una concepción de la participación circunscrita a la aclamación congresual. Así, sin sorpresas ni alegres innovaciones, con tristes constataciones, vamos tirando, alejándonos más y más, dejando a muchos en el camino, y dando el turno a los que vienen por detrás, empujando por abrirse espacios. Sus espacios.

La autonomía de la política, y por consiguiente su soberanía, está en cuestión. La complejidad, la articulación y la reglamentación de la vida económica y social han producido un efecto paradójico: el desinterés de muchos ciudadanos individuales en la cosa pública, pero el interés de las organizaciones y corporaciones que, en forma de sindicatos o empresas, asociaciones o fundaciones, instituciones o gremios, influyen en la vida política ejecutiva, legislativa y judicial.

Desregular o regular, reglamentar qué, cuándo y para quién no es hoy un ejercicio naïf de inocencia democrática. Son preguntas básicas con respuestas diversas. Intereses Financieros y comerciales, equilibrio de poderes e influencias, son alterables, todavía, desde la política. Ejercerla y transformar proyectos en realidades significa alterar y modificar posiciones y situaciones. Y, casi siempre, duele.

La gestión pública reclama profesionalidad, pero también criterios, prioridades e ideas que sólo pueden defenderse desde una irreductible actitud ética y deontológica. Como en la vida privada, la vida pública exige valores y principios, y un poco de coraje. Si en la esfera de la vida personal es recomendable, en la esfera política y pública es imprescindible y pedagógico.

Transparencia real, auditorías internas, radicalidad en las formas, respeto escrupuloso de procedimientos y controles democráticos son necesidades inaplazables si queremos evitar que nuestros representantes se conviertan en los portavoces condicionados y en los ejecutivos vulnerables de grupos organizados y con objetivos privados.

Nuestra democracia necesita de políticos árbitros, también de políticos transformadores de los desequilibrios producidos por los intereses de unos y de otros, en nuevas realidades más justas y solidarias. Pero, sobre todo, necesita de políticos para los sin voz, para los nuevos excluidos para la inmensa mayoría de ciudadanos que, sin grupo o corporación, sin gremio o clan, reclaman un espacio democrático y solidario.

José María Mendiluce es eurodiputado.

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