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La política del escándalo

Incluso en los días en que la vida de miles de personas (sobre todo iraquíes) depende de sus decisiones, la mente de Clinton y el tiempo de sus asesores están simultáneamente ocupados en establecer una sutil definición entre relación propia e impropia con una veinteañera y entre dar un consejo u ordenar un perjurio. Y así llevan desde la campaña presidencial de 1992, sobreviviendo, con gran habilidad, escándalo tras escándalo, basados en informaciones verdaderas, falsas o manipuladas, que funcionan por erosión acumulada más que mediante un golpe decisivo. En el Reino Unido, apenas Blair llegó al Gobierno, empezaron a airearse contribuciones ilegales al Partido Laborista y relaciones sexuales de sus ministros. Claro que a los laboristas les ayudó de forma considerable la revelación de la corrupción de varios diputados conservadores pocas semanas antes de las elecciones.En nuestro país, parece confirmarse lo que muchos decíamos hace tiempo: que había conspiraciones político-mediáticas para acabar con la hegemonía socialista, y en particular con la figura de Felipe González, por cualquier medio. Y, en una versión aún más burda de lo que yo por lo menos pensaba. Al lector que sienta curiosidad, le remito a las páginas 366-380 de mi libro El poder de la identidad, en donde analizo, como ilustración de la política del escándalo, las distintas tramas conspiratorias contra los socialistas españoles. Según mis informaciones, había varias tramas entrecruzadas. Traté de presentar esa complejidad, descartando una visión simplista conspirativa de un grupo de personas reuniéndose en una habitación. Mira por dónde, ésta es la sencilla realidad, según informaciones fidedignas, puesto que provienen del decano del periodismo conservador español. Para que luego nos andemos los sociólogos con finuras analíticas. Claro que los socialistas dieron todas las facilidades, a través de las fechorías de miembros destacados de sus administraciones, su recurso a métodos de financiación ilegal y la ineficaz y tardía reacción de control por parte de sus órganos dirigentes. Aun así, los métodos utilizados para desplazar al PSOE muestran hasta qué punto nuestra política se ha hecho equiparable a la de los países más avanzados y de los estrategas más avezados.

Porque en la última década, en todo el mundo, de Italia a Japón y de México a Brasil, se han desplomado gobierno tras gobierno (con la importante excepción de Kohl en Alemania) a partir de movimientos de opinión suscitados por distintos tipos de escándalo, usualmente de corrupción, en muchos casos ligada a la financiación ilegal, pero también relacionados con la incontinencia sexual de los hombres, con una libido tanto más excitada cuanto más poder tienen y menos tiempo les queda para disfrutarlo. ¿Por qué ahora? ¿Somos más corruptos que en tiempos pasados? Según los datos estadísticos para los países donde existen (hay una Enciclopedia Longman de corrupción y escándalos políticos), no. Los informes sobre corrupción (la corrupción real no está registrada) oscilan cíclicamente. Como sería de esperar, teniendo en cuenta la naturaleza humana. ¿Alguien -que no sea un nostálgico franquista- se atrevería a decir que hay más corrupción ahora que durante la dictadura? ¿O es, simplemente, que el abuso estaba institucionalizado y la información reprimida? O sea que, en realidad, la revelación de corrupción y abuso debiera ser un indicador de desarrollo democrático. Pero hay algo más importante. No hay más corrupción, sino más información (o invención) sobre corrupción. Y es que la difusión de informaciones contra personas e instituciones es la forma privilegiada de lucha política, y de estrategias de poder personal, en nuestra sociedad de la información. En un mundo en que los programas políticos prometen cosas parecidas (porque todos se centran en el centro) y casi nadie las cumple, porque no pueden más que porque no quieren (¿recuerdan los 800.000 puestos de trabajo socialistas?, ¿recuerdan la reducción de impuestos prometida por los populares?), la credibilidad política condicionante del voto depende cada vez más de personas. Y de imágenes de personas. Por consiguiente, la forma más eficaz de destruir una opción política es destruir esa imagen y esa persona. Si es posible, mediante una revelación devastadora. Pero como éstas son raras, lo fundamental es un goteo continuo en que se mezcla lo blanco y lo negro en un grisáceo cada vez más nauseabundo. ¿Quién lo hace? Todos, menos los marginados políticos, que por eso son marginados. Y a tácticas similares recurren los grandes grupos financieros y empresariales cuando lo requieren sus intereses. De ahí surge un mercado de intermediarios que venden y compran, ofrecen y transmiten información y manipulación. Con destino a los medios de comunicación y a los jueces, que, en estrecha simbiosis, son destinatarios e infatuados procesadores de estas heces del poder. En parte, con razón, porque son el último recurso de los ciudadanos para controlar el sistema político en el día a día, más allá de la opción (esencial, a pesar de todo) de votar entre dos o tres partidos viables cada cuatro años. En parte, porque ése es su negocio. Y, en fin, porque ahí es donde está la acción, donde se hace historia (o historieta) en esta era de la información.

¿Adónde nos lleva esta forma de hacer política? Sus efectos directos sobre los actores políticos son cada vez más inciertos, porque la gente no es tonta y ya está harta. Lo interesante del caso Clinton es que la mayoría de los estadounidenses dicen que no les importa que sea un salido con tal de que la economía vaya bien, que es lo que ocurre por ahora. La opinión puede cambiar si se demuestran maniobras presidenciales de obstrucción a la justicia. Pero, en cualquier caso, hay rendimientos decrecientes de la política del escándalo. Asimismo, en el caso de España, Felipe González, en una extraordinaria demostración de su calidad de líder, perdió por los pelos en 1996, a pesar de la demolición sistemática de la imagen de su partido en el electorado en los dos años precedentes. Y Blair sigue viento en popa, por ahora. Pero hay efectos más profundos de esta práctica política. A saber, la desmoralización colectiva, el cinismo generalizado entre los ciudadanos. Si reaccionan menos al escándalo es porque, en general, piensan que es normal que los políticos hagan de sus desmanes un modo de vida y que, en esto, son todos iguales. El principal efecto de la política del escándalo es la corrosión de la democracia en el ámbito más importante: en la mente y en el corazón de la gente, que es quien se lo tiene que creer. ¿Qué hacer? Está claro lo que no se debe y lo que no se puede. No se debe: silenciar al mensajero -los medios de comunicación-, porque son lo único que nos queda para enterarnos. No se puede: pensar que la política es cuestión de angelitos. Y como ninguno puede desarmar mientras los otros no lo hagan, nadie va a empezar. Y todos se hunden -nos hundimos- al alimón. ¿Qué hacer, entonces? ¿Por qué no lo piensa usted y escribe una carta al director de su periódico predilecto? ¿O al diputado que usted eligió? ¿O a su alcalde? ¿O lanza un mensaje abierto en Internet, botella virtual al ciberocéano de la comunicación universal?

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Manuel Castells es profesor del CSIC, autor de El poder de la identidad.

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