Roberto Carlos sostiene al Madrid
El equipo de Heynckes se limitó a proteger el resultado ante un Mallorca que, sin espacios, ofreció poco
Se trataba de atrapar los puntos como fuera. De ganar, de sumar, de labrarse una víspera de Liga de Campeones tranquila. Por eso, en cuanto el Madrid se vio con ventaja, por obra y gracia de Roberto Carlos, el único del equipo que conserva su condición de futbolista grande en estos tiempos de crisis, se concentró en proteger el resultado. Nunca en agrandarlo. La hinchada contempló con desesperación la actitud de los suyos, pero al final también se conformó resignada con los beneficios del marcador. El Mallorca pasó por el Bernabéu sin decir nada. Sólo sabe jugar a defenderse y sorprender a la contra. Pero esta fórmula tiene sentido únicamente si el rival ataca y concede espacios. Y ése, ayer, no fue el caso.Tuvieron más temperatura los prolegómenos que el partido en sí. Empezó a subir desde el momento que se conocieron las alineaciones: no estaba Savio, Raúl volvía después de mucho tiempo, y, sobre todo, Illgner entraba en el equipo en el sitio de Cañizares. Heynckes tomó finalmente la decisión que él mismo había desmentido en la víspera. La medida causó murmullo en la grada, pero apenas tuvo peso ni influencia en el encuentro. El guardameta alemán no tuvo excesivo trabajo y resolvió su regreso de la forma que probablemente más convenía al Madrid, casi sin ruido. Sin Sanchis ni Redondo, ambos sancionados, Heynckes se vio obligado a realizar otros dos movimientos llamativos. Uno no del todo nuevo, la inclusión de Jaime en la zona central de la defensa. El otro, sí: Karembeu se ubicó de pivote,. de único pivote. Y no lo hizo mal el francés. No se prodigó en recuperaciones, es decir en birlarle el balón al contrario para dárselo a un compañero, pero sí cortó juego. Bastante. Se mostró agresivo, decidido y tal vez, eso sí, con excesiva tendencia a irse al suelo. No obstante, todo lo que ocurrió en la primera parte -en la segunda, simplemente no sucedió nada-, hay que adjudicárselo a Roberto Carlos. Tomó en propiedad su banda izquierda y montó desde allí el peligro madridista. Corrió, regateó, chutó, defendió... Y todo bien. Hasta firmó el gol que desarmó al Mallorca, cuyas posibilidades de éxito pasaban únicamente porque el Madrid no llegara a ponerse nunca por delante. El gol nació en un Intento de regate imposible de Morientes entre tres defensas que acabó con el balón suelto en una esquina del área, justo por donde estaba el brasileño. Y su pierna zurda no perdonó. Hasta entonces, en los 11 minutos iniciales, el Madrid anduvo espeso. El Mallorca, en cambio, sacaba con criterio la pelota desde atrás y avisaba de, sus malas intenciones a la contra. Tuvo tiempo el cuadro isleño de meter el miedo en el cuerpo del Madrid con tres jugadas en un minuto: un zapatazo de Mena en una falta y los dos saques de esquina posteriores, en los que el Madrid dudó y dudó. Fue el minuto del Mallorca, el seis. Y lo dejó pasar. Al calor del resultado, el Madrid se adueñó de la situación. Muy pragmático, sin correr riesgos, que no están los tiempos para demasiadas alegrías. Conservó en todo momento gente atrás, demasiada, y se resistió a perder el orden. Entre los jugadores hubo mucho gesto, mucho diálogo, muchas indicaciones. Lo que fuera con tal de no descolocarse. Y un mínimo de cinco futbolistas, o seis, estuvo siempre por detrás de la línea del balón. Se trataba, en suma, de no dilapidar de nuevo una ventaja, sobre todo cuando ésta, a la media hora, ya era de dos goles (el 2-0 llegó en un córner, apartado por donde el conjunto de Cúper, ajeno a su costumbre, flojeó durante toda la noche). El Mallorca no es tan fiero si no le habilitan espacios y el Madrid no estuvo por la labor de concedérselos. Tras el descanso, el Madrid, para desesperación de la hinchada, se volvió más práctico si cabe. Más rácano. Fue a por los tres puntos, a conservarlos, sin importarle un pimiento cómo. Regaló la pelota al Mallorca, convencido, como así fue, de que a este equipo le cuesta desbordar una defensa ordenada. Lo suyo es la sorpresa, el pillar a contrapié, los viajes de vuelta. Y ayer, con el Madrid tan plantadito atrás, no encontró modo de utilizar su arma. Cuando el choque agonizaba, Heynckes decidió reanimarlo con otra medida amarillo chillón: sacó del campo a Panucci y dio entrada a Fernando Sanz, el hijo del presidente, que volvió a confirmar que no tiene a la parroquia de su lado. Nueve minutos no son suficientes para medir a nadie, se tenga el apellido que se tenga. Pero en cuanto el defensa blanco pifió en un centro sobre el área, que en realidad se fue a la grada, el Bernabéu le atizó con silbidos. Se desahogó con el hijo de Sanz, pero el humor lo tenía enfermo ya antes. Porque no le gustó lo que vio: un resultado bondadoso, pero un fútbol conformista y horrible. Con lo que trae la semana, para temblar.
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