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San Agustín y el G-7

"A largo plazo Keynes está vivo", escribió Paul Krugman en 1994, contradiciendo a cuantos, desde finales de los años setenta, en las horas de esplendor del monetarismo, dieron por bien enterrado al economista inglés. Los vientos de crisis en Asia han reavivado, ciertamente, las ascuas del pensamiento keynesiano, como revela el reciente pronunciamiento del Grupo de los Siete (G-7) en Londres sobre la economía japonesa: "Estaría muy justificado que [Japón] apoye la actividad en 1998 mediante un estímulo fiscal" (léase una rebaja significativa de impuestos).El impulso del consumo privado y la demanda interna, acompañado de otras medidas de liberalización (¡la Unión Europea ha propuesto 200!) devolvería el lustre macroeconómico a Japón y, con ello: 1º reactivaría un mercado esencial para las exportaciones de Corea del Sur y de los países del sureste asiático; y 2º evitaría una ulterior depreciación del yen que pudiera elevar el superávit comercial japonés frente a Occidente. La petición del G-7 es coherente con su diagnóstico. Aunque el estancamiento japonés hunde sus raíces en la ruptura, a principios de los noventa, de la célebre burbuja financiera, la recaída de 1997 se atribuye al malhadado intento del pasado abril de sanear las cuentas públicas con una subida de impuestos. ¡Qué pena que el primer ministro Hashimoto llegara al poder con la promesa de reducir el déficit!

Aunque una de las más accérrimas enemigas del keynesianismo, la señora Thatcher, fue coherente y en 1981, contra viento y marea, recortó el gasto público en plena recesión -eran tiempos de inflación y tipos de interés altos-, en estos últimos años han abundado quienes, mientras anatemizaban el pensamiento keynesiano, lo practicaban de forma enmascarada. Si ya la política económica de Reagan se basó en una keynesiana reducción de impuestos, el Gobierno de John Major expandiría sin recato el gasto público durante la recesión de 1991-1992, aceptando un elevado nivel de déficit que otros países europeos -entre ellos España- se apresuraron a emular. El posterior saneamiento presupuestario en la Unión Europea respondería también a una sabia mezcla de gradualismo o "agustinismo fiscal" preconizado por Samuel Brittan ("Señor, Señor, hazme casto [fiscalmente], pero todavía no") y de la "contabilidad creativa" bendecida por Eurostat, a la que se han sumado más tarde el bálsamo de una intensa reducción de tipos de interés y la mejora del ciclo económico.

El keynesianismo reciente -del que es trasunto el comunicado del G-7 de Londres- es una doctrina prudente cuyos rasgos esenciales pueden resumirse así:

1. El desempleo actual tiene un componente estructural que es preciso combatir con políticas activas de empleo, flexibilidad del mercado de trabajo y, llegado el caso, subvenciones al empleo. No es casual que, por primera vez, el comunicado del G-7 aborde esta cuestión.

2. Los presupuestos públicos deben estar estructuralmente equilibrados, confiando su función anticíclica a los "estabilizadores automáticos". Aunque debe renunciarse a toda aspiración de "afinado preciso" (fine tuning) del ciclo, en caso de recesión o grave estancaríaiento -como el que viene arrastrando Japón- no deben descartarse medidas excepcionales de estímulo orientadas a un "burdo afinado" (coarse tuning).

3. En épocas de bonanza prolongada, los presupuestos deben liquidarse con superávit. En esa tesitura -verdadero talón de Aquiles de toda democracia moderna-, si los partidos socialdemócratas debieran saber contener su tradicional munificencia en el gasto, los conservadores deberán superar su irrefutable pasión por rebajar los impuestos. Si a éstos no les persuade el (mal) ejemplo de cómo se perdió Nigel Lawson, el canciller del Tesoro británico, cuando en el boom de 1988 cedió a esa tentación electoral, que reparen en el (casto) ejemplo del presidente Clinton, quien ha rechazado malbaratar los superávit en ciernes mediante un recorte general de impuestos y ha antepuesto su lema: "Salvemos primero la Seguridad Social".

Aunque desconozca al san Agustín de Las confesiones, el keynesiano moderno sabe que, tras la semana de Carnavales, resulta obligada la continencia.

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